Por Norberto Pablo Cirio
Instituto Nacional de Musicología “Carlos Vega”
pcirio@fibertel.com.ar
Hace unos meses recibí la solicitud de la producción de Teresa Constantini para el de asesoramiento musicológico de su película Felicitas. Se trata de una historia de amor basada en un personaje real del Buenos Aires de 1870, Felicitas Guerrero, quien a los 15 años estaba enamorada de un joven de su edad y fue obligada por su padre a casarse con un potentado cuarenta años mayor, y cuyo desenlace fue trágico. La pregunta más acuciante que me formularon era sobre cómo cubrir musicalmente una escena callejera de un paso de comparsa afroporteña durante el carnaval. La necesidad de apelar al juicio documental nació de un sentido de responsabilidad para con la historia a fin de evitar o, al menos, minimizar, cualquier intervención que no se ajustara a la época. En ese marco, la pregunta inicial fue pertinente: ¿Hay afroporteños que toquen esta música? Mi respuesta les hizo tachar, sutilmente, el nombre de una asociación de candombe al estilo montevideano en Buenos Aires que figuraba en su agenda, debajo del mío. La opción B, digamos. Y lo que sigue, una de las más hermosas vivencias que he tenido con la Asociación Misibamba. Comunidad afroargentina de Buenos Aires, a la que pertenezco, y con quienes compartimos en placer de estudiar y vivir esta tradición musical.
Se trataba de un trabajo remunerado y la responsabilidad fue asumida al instante. Para una de las escenas de la película necesitaban una comparsa de época. La tuvieron, y vaya si fue una comparsa en la que el orgullo de asumirse afroargentino vistió con la mejor gala a la música con la que anoche, en el rodaje, honraron a sus ancestros:
Juan Suaqué: Mary, ¿de quién aprendiste este tema?
María Elena Lamadrid: De mis abuelos.
Juan Suaqué: Bueno, vamos por ellos.
La escena de la película debieron repetirla una y otra vez, una y otra vez, hasta las 5:30, cuando la producción los licenció. Y tras un aplauso cerrado, un toque de tambor y varios “¡bariló!” regalados al viento del alba, se dieron cuenta que al querer volver a ser ellos despojándose de la utilería y mudando las ropas de época por las suyas, mágicamente seguían siendo ellos y comprendieron lo más difícil: no habían sido actores, no habían representado ningún papel sino que hicieron de ellos mismos y por eso pudieron hacerlo como nadie. La transmutación estaba lograda, los tiempos habían sido unificados: ellos eran ellos-y-sus-ancestros, amalgamados por la música inmemorial del tambor, por los dibujos que al danzar hicieron en la calle de tierra, por el fuego que calentó por igual sus cueros y los cueros de sus tambores, acaso la misma piel en la que vibra la valiente memoria de sus mayores. Quizá más de uno lloró para adentro, como lo hice yo, por el privilegio de la alegría recibida en esa noche trascendental.
Volvimos. Cumplimos con nuestra misión. El candombe porteño dijo presente en pos de su visibilidad, recuperando un espacio y una memoria colectiva que nunca debió perder, en este caso de mano de sus propios cultores y de un humilde servidor que piensa que no hay mejor antropología que la social, aquella que ayuda.
Sabemos que el haber formado esta comparsa con cuarenta afroargentinos no fue sino el puntapié inicial de una tarea social tan vasta como necesaria, multiplicar las manos y la voces que digan con orgullo compartido: esta es nuestra cultura, esta es nuestra tradición, este es nuestro candombe. Que ese fuego nuestro sea el fuego de todos. Está bajo nuestra responsabilidad el alimentarlo.
Fotos: Pablo Cirio