viernes, 14 de diciembre de 2007

Una Mãe de Santo en la Catedral


(el texto no es reciente, pero me encanta)


Umbanda y la comunión de los fieles *

Mãe Susana (Andrade) de Oxum
(Directora del periódico afro-umbandista Atabaque de Uruguay)


Una bellísima y repleta Matriz que no me esperaba, refulgía en la noche montevideana con furor inusitado. Era la misa por los funerales de Juan Pablo II en el Vaticano.
Se le critique o se le aplauda, la incidencia social mundial de su figura y su valía como líder religioso apostólico romano, incontestable, motivaba mi llegaba de blanco ritual -como corresponde a quien hace de su fe un ideal- pues no estaba allí por mí, sino por quinientas mil almas que veneran a Yemanjá el dos de febrero. Umbanda debía acompañar en su dolor a los hermanos católicos con algo más que un cómodo mensaje escrito, como ya se había hecho con autoridades de la Iglesia del carismático Monseñor Cotugno, que en esa oportunidad dirigía el ceremonial, y a quien además, debíamos retribuir una visita al aniversario de nuestro periódico Atabaque hace pocos años.
A medida que ingresaba comencé a sentir sin embargo -por los comentarios y miradas sobre mi indumentaria- como si profanara algo. Fue difícil. Tal vez uno de los momentos más difíciles de afrontar en mi vida. Sólo me fortalecía el cometido de sumarme a la oración junto a los cristianos católicos que lamentaban la muerte de su adalid máximo. ¡Iría mil veces!!!
Que existen pesadas leyes no escritas, me convencí ese jueves siete de abril del año 2005 en la Catedral Metropolitana: monumento testigo de la colonización europea, uno de los más bellos que debe tener el Uruguay y que no está aún preparado -hablamos de conciencia colectiva-como para recibir a los integrantes de la religión afroamerindia. Del sinnúmero de reflexiones que la situación me generó, medito en el poder de los símbolos, ya que si hubiera concurrido de particular nada se hubiera alterado. En cambio, en medio de una tácita y muda condena de sacrilegio, transitaba como el pueblo hebreo cruzando el Mar Rojo, en un camino que se abría a mi paso no por designio divino sino por espanto y en algunos casos, indignación. Hermosa...hermosísima y horrorizada iglesia Catedral, vio una vez más y como en otros ámbitos sociales, que no había un lugar para la Umbanda allí, ni para los umbandistas.
Los encargados de la organización pretendieron ignorar mi presencia, aunque esto era difícil, incluso por el propio revuelo que ocasionaba el paso de mis ropajes blancos. Como nadie nos invitó (lo cual era lamentable pero previsible) avisamos unos días antes la intención de concurrir, a lo que no hubo contestación. Luego que estaba allí y me anuncié, tampoco nadie me ofreció un asiento. No esperaba alfombra roja aunque tampoco que una sra. Alba después de advertir en la sacristía de mi solicitud de lugar, me hiciera sentar en una silla lateral y luego me mandara parar. ¡Qué bochorno! Jamás se me ocurriría hacerle algo así a nadie, nunca a un dignatario católico ni de ninguna religión y menos aún a una dama. La vergüenza que sentí me inmovilizó y por unos breves instantes pensé que había sido mala idea.
Estoy convencida que debo pasar esto por dos razones: para moldear mi espíritu un poco inquieto y para que no sufran lo mismo sucesivas generaciones de afroreligiosos. Son experiencias enriquecedoras en sí mismas; ilustrativas, didácticas, de las que se pueden y deben extraer enseñanzas. Entiéndase que esto no es una queja. Además de ser una mera constatación de la realidad, desean ser un llamado, una invitación, un ruego a quitar atavismos y preconceptos de las mentes y de los corazones, para que de verdad todos seamos hijos del mismo Dios -que lo somos- y entonces y al fin; HERMANOS.
Vi toda la ceremonia de pie, en medio de señoras beatas que hacían lo posible por esconder mi humanidad presente, especialmente de Monseñor, del cual -a pesar de ellas- estaba tan cerca que fue imposible no verme.
Llegado el final del sermón y anunciada la entrega de la eucaristía (hostia de comunión) no dudé: quería llegar hasta el altar a saludar y no había otra forma. Entendí que para ellos la gracia representada en el cuerpo de Cristo era lo más sagrado y lo quise para mí, como demostración de adhesión a la fe en un solo Creador y a la misión de acompañar en tan sentido momento. Más que por la impronta papal, por el sentimiento espiritual que vibraba en esos momentos en gran parte de la población del Uruguay y del mundo. Quería expresarles que los umbandistas también nos condolíamos de su pena y sabíamos lo que es sentir en la fe. Aunque lega en oficios católicos, soy bautizada y presenciando la misa pedí perdón a Dios-Zambi, tomando y dando la Paz del Señor a las personas que me rodeaban en el momento en que se hizo así. Afianzada en que Umbanda acepta la figura de Cristo-Oxalá como su Supremo Maestro, estaba lista y caminé hacia la nave central, en medio de los ojos saltados de muchísima gente. No los veía; los percibía perforando mi indumentaria religiosa, mis collares amarillo y de caracoles africanos y hasta mi vincha blanca. Seguí. Ya nada me hizo retroceder aunque tal vez a algunos -muchos- se les cruzó por la mente detenerme: “-¿Usted va a comulgar-“ dijo un muchacho alto de lentes. “No” dije yo en ese momento. “Voy a saludar”. Estoy segura que quiso hacerme desistir de continuar avanzando. Y seguí. Ahora convencida de que debía hacerlo como prueba de hermandad y espiritualidad. En el trayecto hacia el altar, una señora que dijo conocerme me dio la bienvenida y se emocionó muchísimo con mi presencia. Eso me dio fuerzas. Un fotógrafo rezagado o propio del lugar, casi enloqueció cuando vio mi inminente ya comulgación, y disparó su máquina cuántas veces pudo. También los nervios me sobrecogieron y no supe más de él. Quisiera verlo, pedirle esas fotos que tal vez fueran para el Guinnes pero que alguna voluntad puritana pudo haber ordenado destruir si las tuvo a su alcance. Sentí que nadie, excepto Dios y los Orixás querían que estuviera allí y eso me llenó de un enorme gozo espiritual. Tomé la hostia y la comí en paz, saludando el altar a nuestra usanza como se saluda el mar u otros reinos de la naturaleza. Me vieron todos los sacerdotes y eso quería ya que estaba allí por la iglesia y sus representantes. Lo contarán o no: mi conciencia está libre. Comulgar fue para mí esa noche, una demostración fehaciente del compromiso con el momento vivido.
Nos retirábamos entre las incertezas de mi actitud aunque colmada de satisfecha fe, cuando a la voz de “Mãe!, Mãe!” se acercó un señor canoso, traje gris y unos sesenta años, para agradecerme por haber estado. Dijo llamarse Ángel y ser católico de más de cuatro décadas lo que comprobó con una añosa cruz de plata que llevaba en el cuello regalo de su madre. “Si invitaron a rabinos y a pastores, ¡cómo no iban a estar ustedes!!!! Muchísimas gracias por estar.”
¿Qué nadie me dio la bienvenida? Sí, claro que sí! Una humilde y segura señora dentro del recinto y un Ángel que Dios envió a despedirme. Al salir, me sentí inmensamente gratificada, como sienten quienes hacen lo que sienten. Catedral: fue la primera visita. Axé

*Publicado originalmente en el periódico Atabaque, 10-4-2005