martes, 23 de septiembre de 2008

Abyalí (2) - Otra mirada sobre Africa es posible

Yo sigo sin verla, pero si Nicolás dice que vale la pena, a fumar... La foto no será muy original (es la que la productora repartió por todos lados) pero la crónica sin duda sí...
África: otra narración es posible.
Por Nicolás Fernández Bravo
nhicuf@arnet.com.ar

En varias oportunidades – aunque con mayor insistencia a partir de mi involucramiento junto a la diáspora africana en Buenos Aires – me he referido al triste modo en que “África” se narra en Argentina. Sea a partir de los prejuicios sobre los negros que cotidianamente parecen reafirmar la pretendida blanquedad de la sociedad Argentina, por medio de muestras y exhibiciones que reproducen la “miseria esencial” de los africanos (o su correlato optimista: su alegría esencial), o a partir de textos dispersos en hojas de novelas de supermercado, diarios y revistas, no es fácil encontrar motivos para entusiasmarse sobre el futuro de las miradas Argentinas sobre África. Muchas veces incluso, los mismos africanos – acaso algo exhaustos por ser tratados como objetos exóticos, incluso cuando se afirma todo lo contrario – terminan por aceptar los estereotipos y los venden en primera persona en el mercado de la cultura a cambio de algunas monedas. En última instancia, de algo hay que vivir.
Pero esta vez la historia es diferente. No me llama a escribir como respuesta a la ignorancia, ni al prejuicio, ni al oportunismo: todo lo contrario. La película - documental del realizador argentino Matías Saccomanno, demuestra que “otro mundo es posible”. Al menos, en el terreno de las representaciones vernáculas sobre la otredad de color. La película Abyala, actualmente en cartel en la confortable sala del MALBA, realmente me pareció muy buena. No encuentro otro modo de decirlo. En un formato emparentado pero original que evoca a Buena Vista Social Club o a la reciente El Café de los Maestros, narra la historia de un grupo de percusionistas que se propone recrear los ritmos tradicionales para un festival de música en Camerún. A mi entender, tiene muchas virtudes, entre las cuales se destaca una bastante poco habitual: su carácter pedagógico. Si hay una idea que cruza toda la trama y desborda también la pantalla, es que se puede educar, aprender y comprender. Saccomanno y los protagonistas se enseñan entre ellos, crecen en su proceso de enseñanza-aprendizaje, y también le enseñan al público algo verdaderamente sencillo: en las ciudades africanas viven personas, con aspiraciones y dificultades. Algo que, a primera vista, parece hablar de una raza humana ligada globalmente por la vida cotidiana: los obstáculos para la profesionalización de los artistas, la dificultad para el pago del alquiler, el peso de la mirada familiar ante opciones personales. Algo que, en las circunstancias particulares de los barrios periféricos de una capital africana, adquiere características ciertamente distintivas: recrear ritmos musicales tradicionales para su difusión pública, cuestionar las ideas sobre el significado del color de la piel, respetar el sentido mítico guardado en calentamiento de los tambores. Aspiraciones y dificultades perfectamente traducibles sin la necesidad de apelar a los artificios arbitrarios que oportunamente hemos cuestionado. Se trata de una pedagogía fílmica humanista profunda, crítica y estética.
El mérito de Saccomanno y los protagonistas tiene una cualidad que los críticos literarios admirarían por su actualidad (estos jamás utilizarían el término moda). La forma de narrar cuestiona doblemente los campos “clásicos” del sentido común africanista, sin salirse del territorio africano. Por un lado, los protagonistas dan vuelta el imaginario exótico y tribalista que se suele seleccionar en las pantallas de Occidente para hablar sobre África (y, para bien o para mal, cada vez más también en las representaciones africanas sobre África). Los protagonistas lucen remeras cancheras y tocan música tradicional, se preocupan por los ancestros y toman Coca-Cola, y abordan el campo de las tradiciones culturales de Camerún sin caer en los lugares comunes del folklore fosilizado. Muy por el contrario, ellos mismos lo construyen y lo representan para un público local que parece interesado en consumir productos de mayor “actualidad”. Por otro lado, los protagonistas tienen una conciencia política crítica que, mientras señala los condicionantes históricos producto del colonialismo, se anima a cuestionar también el rol de la propia sociedad en la construcción del presente: desde la corrupción travestida de emancipación, hasta la apática pereza al momento de optar por asistir a un espectáculo camerunés gratuito. Hasta allí – se podría decir – la narración comparte los rasgos típicos del afro-pesimismo posmoderno, tan atento en marcar los errores y, sin embargo, tan alegre en alejarse del compromiso.
Saccomano y los protagonistas reflexionan y se involucran de un modo admirable y persistente. Cuestionan y transforman, y lo hacen (ooops!) con alegría. Se trata de una alegría contagiosa y bella, del todo alejada de aquella que los fotoperiodistas humanitarios o los afro-novelistas aventureros pretenden encontrar detrás de niños hambrientos o mujeres hermosas como montañas. El esfuerzo de la producción (no quiero imaginar lo que le habrá costado a Saccomano poner a rodar esta película!) y de los protagonistas (tampoco quisiera saber el valor del caché del grupo por su participación en el festival de música tradicional camerunesa) está puesto por encima de la retórica política: se trata de una retórica estética. Todos ellos hacen – y se nota – lo que les gusta, sin calcularlo más que para que salga bien. Es la coherencia estética y ética de la película lo que le da su fuerza y su originalidad.
Lo curioso de estas y otras virtudes de la película, es que no parecen ser el producto de un proceso deconstructivo en clave derridiana, sino más bien una narración producida a partir del ojo relativamente espontáneo e interactivo de un argentino compartiendo momentos despojados con un grupo de jóvenes percusionistas en una ciudad africana. Es evidente que Saccomanno entiende cómo filmar en un suburbio de Yaoundé: su cámara no incomoda. No es una cámara violenta, sino que se trata de una cámara que acompaña y permite adentrarse (es invitada) a participar de la escena. Las calles de Yaoundé remiten a escenas tal vez no tan caóticas ni autodestructivas como señala la reseña del MALBA (más abajo), sino más bien cercanas y hasta familiares, como en más de una periferia urbana latinoamericana. A fin de cuentas, tal vez haya algo de novedoso en la posibilidad de filmar una periferia desde otra periferia sin declamar cómodamente que ya nada es posible.