Como en su primer y conocido libro "Cuando me muera quiero que me toquen cumbia", la Umbanda (o Batuque) también tiene su escena en la nueva obra de Cristian Alarcón. Probablemente no es la manera en que los practicantes de esta religión quieran entrar en la literatura argentina -siendo que es un relato sobre los clanes narcos peruanos en una villa de Buenos Aires- pero es lo que hay... Y Alarcón suele narrar lo que ve...
Según la nota del diario Crítica que reproduce el texto, "así arranca el primer capítulo de esta historia"...
"Alcira estira el satén amarillo sobre una tabla como si estuviera cubriendo un altar con un mantel. Mandó a construir esa balsa de un metro por un metro tal como se lo pidió la mai, una mujer de tamaño descomunal que la guía en el universo umbanda desde hace algunos meses. Esta noche es la noche de Oxún, la versión orishá de la Virgen de la Concepción.
El orishá rige, según su propio carácter, el de sus hijos. Es una deidad vanidosa, sabia, buena madre, que aprecia el lujo. Alcira es hija de Oxún y hoy es la noche señalada para hacer el ofrecimiento que le traerá prosperidad después de tanta debacle. Por eso llevamos hasta la orilla del Río de la Plata las manos cargadas de fuentes de maíz hervido, figuras hechas en polenta y duraznos en almíbar: el color del sol es el color de Oxún.
Todo será embarcado en esa tabla que deberá flotar en el agua y navegar con la corriente, cargada con las ofrendas, como una balsa iluminada.
El apuro, la decisión tomada a última hora, nos ha dejado sin un detalle importante: las flores, que también deberían haber sido amarillas. Por ese motivo, la mai se queja.–Las flores no están –le dice a Alcira, en voz baja, como si hablara en un templo.
Olray, el fiel ayudante, esta noche vestido de fiesta con una camisa celeste planchada con obsesión y un jean ajustado a la cadera, busca las mejores entre las matas de la costa. Las arranca, de entre los yuyos y otras plantas silvestres, apenas unos metros más allá.
Aprovechándose de la oscuridad, protegido por las sombras, aspira con fuerza una pipa de pasta base.
Habíamos salido a las tres de la madrugada desde Lanús, en la provincia de Buenos Aires. Repartidos en dos autos cruzamos los suburbios: a esa hora, un día de semana, las avenidas están vacías.
Las luces de la calle apenas dibujaban los perfiles de las casas de cemento alisado que se suceden iguales, cuadradas. En los brazos llevaba a un niño de dos años. De ojos negros y rulos ensortijados, Juan se dormía en mi regazo apretándome la oreja con una mano mientras se chupaba el pulgar de la otra.
Su hermana, Martita, de ocho meses, viajaba en las piernas de Alcira. Amontonados entre las ofrendas zigzagueamos hasta distinguir el río, tras las discotecas de la costa sobre la que descansaba la carrocería de un auto abandonado. El paisaje fue alguna vez apacible pero hace tiempo el río ha dejado de tener costas amables.
Ahora, junto a lo que queda de un parque, Alcira y sus escoltas, su mai y los suyos, intentan preparar la balsa con las ofrendas. Para una ceremonia ideal, el viento sopla más de lo deseable. Temo por el fuego de las velas que trajimos. Los vestidos blancos de las tres mujeres, Alcira, la mai y la madre de la mai, vuelan y se levantan. La brisa deja desnudas las piernas de la sacerdotisa: enormes, blancas, lastimadas por el roce de la carne y el calor del verano. Junto a las mujeres van los niños. La mai tiene un asistente impecable, profesional y carismático: su hijo de once años. También viste de blanco. Alcira va acompañada por un grupo silencioso: Olray, casi esquelético, de andar felino; y sus hijos Juan y Martita, los dos más pequeños.Yo intento mantenerme a unos metros. La madera amarilla parece demasiado grande para los obsequios a Oxún. Escribimos nuestros deseos en papeles ajados que llevamos en las billeteras y los enrollamos para sembrarlos entre las flores, las velas y el maíz. Alcira se saca una medalla y la deposita con suavidad sobre la pequeña tabla. Todo se irá en la balsa, en honor a nuestros sueños de buenaventura.
Caminamos por el parque hasta dejar la seguridad del césped recortado y tomar por el ripio que precede al río. Entre Alcira y la mai sostienen la pequeña balsa con cuidado, una de cada lado, como si fuera una camilla. Las mujeres se aproximan a un declive del terreno, una especie de barranca de un metro por la que pareciera que podrían deslizarse.
Caminamos por el parque hasta dejar la seguridad del césped recortado y tomar por el ripio que precede al río. Entre Alcira y la mai sostienen la pequeña balsa con cuidado, una de cada lado, como si fuera una camilla. Las mujeres se aproximan a un declive del terreno, una especie de barranca de un metro por la que pareciera que podrían deslizarse.
Pero ¿cómo conservar el equilibrio para que la balsa no peligre? Desde el río se acerca la madre de la mai. Desde el continente, Olray avanza unos pasos y, con la mano temblorosa, intenta sostener la madera que se balancea con el viento. La mai, a la que le cuesta moverse por su peso, lo ayuda con un movimiento torpe. El tiempo se detiene. El viento no: sopla más fuerte. Y en ese instante no se sabe si el viento, si la mai, si la madre de la mai, si Olray –¿quién?–, deja caer la maldita balsa; el mantel, como una colcha resbaladiza que se escurre sin remedio de una cama, se corre de la tabla, amarilla, dorada, voladora.
Todos nos sentimos mal. Agradezco haber estado a dos pasos, lo suficientemente lejos como para no ser culpado por el error. Me imagino el puño de Alcira descargándose, precedido por el brazo compacto que lo impulsa, hasta hacerme doler alguna parte del cuerpo; pero no es el odio lo que la anima esta noche.
Alcira y la mai se arrodillan sobre el piso, dispuestas a rescatar las ofrendas mugrientas, llenas de tierra, barro y arena. Juan y Martita, la abuela y yo, nos quedamos inmóviles en nuestros sitios. Apenas si nos permitimos respirar.
El hijo de la mai dice:
–La abuela siempre cree que sabe todo, pero le avisé que se iba a caer y no me hizo caso.
La mai dice:
–Cállate la boca y ayúdame.
La abuela dice:
–Perdón mamae, perdón mamae, perdón.
Alcira no habla. Como siempre en sus treinta y seis años ella hace, ejecuta. Durazno por durazno, vuelve a ponerlos sobre el mantel de oro. También me agacho. No llego a hincarme, pero me acuclillo y busco en la arena los restos del ofrecimiento a Oxún. Detecto con los dedos, al tantear escurriendo la arena pedregosa, los papeles que escribimos y doblamos como origamis.
Todos terminamos por lanzarnos cuidadosos sobre lo volcado, hasta los niños que juegan a que juntan. Como podemos, soplamos los objetos y los restituimos. Devolvemos a su sitio sagrado las estrellas de maíz, los corazones, las velas apagadas, las flores pecadoras de Olray. Firmes y orgullosas, las mujeres regresan al camino. Ahora con el paso más lento, van hacia el río.
Los demás nos quedamos sentados en la barranca, acomodados sobre unas piedras enormes, mientras las vemos entrar descalzas al agua, con la balsa sobre las cabezas, como sosteniendo una deidad invisible.
La mai comienza con los cánticos y saludos a Oxún. “Perdón mamae, perdónanos mamae”, dice la abuela. Y canta también en ese idioma que no entendemos pero que suena real. Oié, oié oiá, oié oiá. Oié oié oiá.
Se afanan en soltar correctamente la pequeña balsa sobre el lecho del río.
El niño dice:
–Miren, allá hay un ofrecimiento.
En el horizonte se desplazan, sin rumbo, bajo la luna llena, dos luces. Son dos balsas como la de Alcira, con velas protegidas del viento.
Las de Alcira nunca pudieron ser encendidas sobre esa tabla mañosa que, a pesar de todo, las mujeres ubican, empujan y sueltan a la correntada traidora, que la devuelve, lentamente, como a un animal muerto hacia la orilla; cantan.
La mai sale del agua, entumecida, en trance. Alcira tiembla. La abuela toca un instrumento, una campana estrecha. La mai tiene a Oxún adentro.
Es Oxún. Oxún pasa el corazón de un animal, quizás una vaca, por los cuerpos fríos del cortejo.
Los unge, los limpia, los protege. Sobre nosotros, hacia el Sur, vuelan siete golondrinas que forman una ve ancha y cursiva.
Alcira les saca los zapatos a sus niños. La mai los friega con ese pedazo de corazón y vuelve a cantar sola."
Fuente: http://www.criticadigital.com/impresa/index.php?secc=nota&nid=41868
Ver también: http://www.clarin.com/diario/2010/04/26/sociedad/s-02187876.htm
Blog de Alarcón y de los escritores de su taller de literatura: http://aguilashumanas.blogspot.com/
No hay comentarios:
Publicar un comentario