Hoy se realiza la Black Family Reunion o -en mi traducción- Reunión de la Familia Negra -iniciativa que hace unos días venimos anunciando en el blog, y sobre la cual ahora adjuntamos información más abajo.
A partir de ello, y enhebrando el evento con una anécdota personal, Nicolás Fernández Bravo reflexiona lúcidamente acerca de las dificultades -y también la necesidad- de imaginar -pensar, concebir, interpelar- a los afrodescendientes de y en Argentina de la manera más inclusiva posible. Tarea sin duda nada sencilla...
The Gap (la distancia) y the challenges (los desafíos)
Por Nicolás Fernández Bravo
El tren de la línea Mitre es insólito. Viniendo desde Retiro, su recorrido experimenta una bifurcación al llegar a su intersección con la avenida Monroe, en el barrio de Coghlan. A partir de allí, un ramal se dirige hacia la localidad de José León Suárez, en el conurbano bonaerense. El recorrido termina literalmente en medio de uno de los barrios más marginalizados del país. Conocí bastante bien ese barrio, la villa de Carcova y su tristemente célebre vertedero de residuos mientras trabajaba con la población que se dedica a la recolección informal de residuos. Muchos recordarán al Tren Blanco, el “tren de los cartoneros”. Bueno, ese mismo tren. Esos mismos cartoneros. El otro ramal de la línea Mitre es el que se dirige hacia la localidad de Olivos, terminando exactamente frente a la Quinta Presidencial. Es un ramal en el que estadísticamente viajan muchos menos cartoneros y muchos más abogados e ingenieros. Fue conversando con Cristina Sampaio que “descubrimos” lo racializado que estaba cada uno de los ramales. Quiero decir: no es que no lo hubiese notado antes, pero fue con ella que logramos una conversación en profundidad sobre el tren, las miradas y los lugares. Es más, dejamos pasar algunos trenes para ver quién subía a uno y quién (y cómo) lo hacía al otro. Los resultados nos dejaron perplejos.
Tengo el raro privilegio de residir exactamente entre las dos estaciones que le siguen a la bifurcación. Esto me permite tomar indistintamente uno u otro servicio. Nunca llegué al extremo de analizar mi propia subjetividad al momento de elegir, pero tengo a favor de mi propia corrección política el hecho de que el servicio de José León Suárez cuenta con más frecuencias que el de Coghlan. De modo tal que tomo seguido el de Suárez. ¡Pero también tomo el de Coghlan! Especialmente en la mañana, cuando viene comparativamente más vacío. Debo reconocer que disfruto muchísimo comprando mi boleto en una de las estaciones mejor preservadas del sistema ferroviario urbano, una bellísima construcción de estilo inglés con puentes de hierro hechos en Glasgow y relojes de colección, que la Asociación de vecinos de la Estación – de la que soy miembro – ha ayudado a preservar. Por lo general puedo viajar sentado, leer, y disfrutar del sol tibio que de mañana entra por las ventanas del lado izquierdo. Mi propia experiencia de viajero urbano, más cercana a la de un ciudadano común que a la de un etnógrafo pretensioso, me ha transformado en un cultor del tren y en un observador de las relaciones sociales que allí se establecen.
Entre los distintos habitué de la línea, hay un señor cuyos ancestros seguramente hayan sido africanos. El tipo es muy negro, digamos. Suele pedir limosna de la mano de un niño de unos ocho o diez años. El niño también es ostensiblemente negro. De tantas veces que nos hemos visto, suelo saludarlo y él me saluda. Ojo, no soy tan obsesivo: también acostumbro saludar a un tipo que se pasea en silla de ruedas, y muchas veces he hecho lo propio con el hippie de la armónica que se las tira de canchero. Y con la violinista que –según mi entender– está un poco alienada. Ni el hippie parece particularmente marginal, ni la chica toca tan bien el violín. Son algo así como vecinos y siempre me pregunto si ellos improvisarán mapas sociales del mismo modo en que lo hago yo. El punto es que el negro es muy conversador, y varias veces me sentí tentado de participarlo de alguna de las actividades que se realizan entre las redes de la población de origen africano en Buenos Aires. Me obstaculiza la incomodidad del señalamiento, esa forma de identificación violenta que supone cargar con un corpus de pensamientos, lecturas y experiencias sobre un pobre tipo que probablemente le importe bastante poco lo que yo pueda pensar de él. Así las cosas, el tiempo transcurre y los trenes pasan. Los encuentros también. Nos seguimos cruzando con frecuencia y nos saludamos, obliterando la circunstancia de su pedido de limosna y mi poca simpatía a las prácticas caritativas. De hecho, hace tiempo que no me pide nada – pero nos seguimos saludando con idéntico respeto.
Fue en el servicio del miércoles en la tarde cuando me volví a cruzar con el negro y recordé que tenía las tarjetas que Fede Pita me había dado para promocionar la Black Family Reunion ®, un encuentro que aspira a reunir a los afrodescendientes dispersos que hoy residen en Buenos Aires y sus alrededores. Para “empezar a reconocernos entre nosotros”, como dice Pita, líder de la Asociación Civil DIAFAR. Inmediatamente pensé ¡esta es mi oportunidad para intercambiar dones! Le entregué una de las tarjetas y le dije: “fijate, esto tal vez te interese”. La miró, agradeció, la guardó y siguió con su trabajo. Claro, después me quedé pensando: ¿qué iría a interpretar este tipo al llegar a su casa? Lo más probable es que olvide inmediatamente el hecho y pierda contacto con la referencia de una de las miles de interacciones que seguramente tenga a diario con los miles de pasajeros que se desplazan por la ciudad. También es probable que pierda la tarjeta o que esta termine cumpliendo una función absurda emparejando la pata de una mesa despareja, o como aporte ridículo a la industria del reciclaje de cartón. Pero supongamos que no, que le preste atención y le genere intriga: ¿qué leería en la invitación esta persona que –eventualmente– podría llegar a identificarse como afrodescendiente en el próximo censo nacional de población?
Esto no lo podemos saber. Pero sí podemos ensayar algunas conjeturas.
La primera y más evidente, es la necesidad de pensar una y mil veces las formas en las que se imagina a la población afrodescendiente en un país como Argentina. Por lo general, existe una distancia enorme, un abismo (un “gap”, en inglés), entre las políticas que se suponen para la población afrodescendiente y la población objetivo en sí. Déjenme aclarar mi jerga. Todos los actores del campo afro tienen una política, en el sentido etimológico de la palabra. No solo el Estado, sino también los artistas, las agencias “bienintencionadas”, las asociaciones, los activistas (tanto los corporales como los virtuales), los investigadores. Por su parte, muchos de los que cuestionan –con razón– la “objetivación” de los sujetos de derecho, ¡suelen tener una “población objetivo” en mente! Tal vez los únicos que no tengan una “población objetivo” (ni les interese) sean los afrodescendientes dispersos en todo el país, desconectados de debates que parecen atraer a un público cada vez más previsible. La población afrodescendiente, al margen de la apelación discursiva y estratégica a la existencia de una “comunidad”, se encuentra fundamentalmente dispersa y fragmentada. Esta dispersión no supone necesariamente un conflicto en el sentido que le asignó recientemente un funcionario de una agencia involucrada en promocionar su “visibilidad”. Como sabemos, es el resultado de un proceso histórico de mezclas y omisiones que ha fagocitado radicalmente la memoria histórica y su relevancia en el presente. Y se ha sentado elegantemente sobre las diferentes formas de denuncia del prejuicio racial y de clase.
La segunda conjetura se desprende de la primera: ¿quién imagina a la población afrodescendiente y para qué? Dejemos de lado al Estado. Más allá del hecho de que muchos afrodescendientes tengan contacto con otros afrodescendientes, lo cierto es que la presencia recurrente de algunas pocas personas en las actividades de mayor o menor envergadura, denota un déficit al momento de generar entusiasmo entre una población que no se siente muy atraída por la oferta de reivindicaciones. Este problema es complejo y no es nuevo. En este sentido, la investigación de Lea Geler sobre finales del siglo XIX genera paralelismos escalofriantes. Pero ante todo, no constituye una particularidad de la población afrodescendiente: nada es más desafiante en una democracia, que generar participación. En las actuales circunstancias, no puedo sino solidarizarme en la reflexión. Considero que el diálogo entre los intelectuales y el activismo puede traer aire fresco a un conjunto de reclamos que pueden estar transitando un recorrido circular y corriendo el riesgo de tornarse irrelevantes para la misma “comunidad”.
La tercer conjetura, sobre la cual tengo muchas más preguntas que respuestas, tiene que ver con el lenguaje. ¿Qué lenguaje puede atraer a la población afrodescendiente a la esfera pública? (o aunque sea, al auto-reconocimiento) ¿El lenguaje de valoración de las tradiciones olvidadas por la historia? ¿El de la mitología afro-argentina? ¿El del arte y la música, en sus múltiples y variadas resignificaciones? ¿el de la reivindicación de los derechos? ¿El de un panafricanismo politizado? ¿El del hip-hop? ¿Una combinación? La iniciativa de recuperar el sentido de uno de los lugares más emblemáticos de la memoria reciente (los bailes del Shimmy Club) en la próxima Black Family Reunion ®, con una estética moderna y joven, es ciertamente una novedad. Como miembro del grupo que lo organiza, entiendo que es una apuesta interesante y merece especial atención. He escuchado voces críticas respecto de una convocatoria “en un idioma extranjero”. ¡Como si el lenguaje de la liberación fuera el español! Incluso se observó cruzadamente el hecho de apelar a una estética innovadora y no tradicional. No estoy seguro de cuál es el lenguaje más acertado. Sí creo que intentar algo nuevo puede traer resultados inesperados. Tal vez no para que el mendigo del tren pague $ 20 para asistir a un local en Palermo, pero quizás sí para que el niño encuentre en el bolsillo del pantalón de su abuelo, una razón que le permita transitar el “gap” que actualmente separa las reivindicaciones del entusiasmo.