Aguas calmas, memorias turbulentas: sobre la película “El Gran Río”.
Por Nicolás Fernández Bravo
Por Nicolás Fernández Bravo
¿Se puede regresar? Si, es
posible. Violentamente posible. Pero el desafío de un kalabanté es viajar, desplazarse hacia adelante, reinventarse con
la memoria. El film El Gran Rio
(Argentina/Guinea, 2012) del cineasta rosarino Rubén Plataneo, es un relato de
una profunda y encantadora belleza: la historia verdadera y a su vez
inverosímil de David Bangoura (a.k.a. Black Doh), un joven guineano que llega
como polizón en un barco al puerto de San Lorenzo con el sueño de prosperar
como rapper. Su “prosperidad” no es la del sueño americano, aunque sí es un
sueño en aquella perdida porción de América donde no hay tanta gente negra: la tierra de Maradona, donde la pintura
de las paredes se descascara pero aún es posible volverlas a pintar.
El destacado contrapunto entre
los símbolos más complejos y más trillados de los imaginarios africanistas –la
música, el cuerpo, el viaje, la discriminación racial– construye una narración
conmovedora y seria, inusualmente grata. El diálogo que Black Doh mantiene con sus
amigos rosarinos sobre la brujería y el carnibalismo
(mientras comen un asado en una terracita
rosarina) es una buena muestra de la lucidez con la que el director es
capaz de captar la alienación de los cuerpos-mercancías en un mundo capitalista
que te come dentro tuyo, espiritualmente,
en una serie de tomas de una espesura etnográfica magistral. La totalidad del
film podría pensarse como un canto a la posibilidad de vincularse, al recuerdo
del otro, a la fuerza de su presencia tácita. Las muy logradas imágenes
portuarias rivereñas y marítimas, entre barcos mercantes y frágiles cayucos,
adquiere una significación clara sin caer en los lugares comunes tan caros en
nuestros acotados vuelos creativos “afro”, anclados en iemanjá y en circulares
riñas sobre el lugar que debería ocupar el tambor.
Black Doh (imagen: perfil de la película en Facebook)
La cámara de Plataneo no
siempre viaja junto a la mirada del protagonista, pero al hacerlo siempre viaja
su poesía, las ganas de contar y cantar historias, para que la canción que cada
uno tiene familiarmente, sea escuchada. Las escenas de la familia extendida de
Black Doh filmadas en Guinea, donde el encuentro se produce a partir de cartas
y sonidos distantes traídos por unos personajes venidos del otro lado, le otorgan un meritorio giro al guión. Hubiese sido
un verdadero desatino un reencuentro hollywoodesco entre la madre y el hijo.
Una decisión casi obvia en cualquier guión apresurado, que juiciosamente se
logra evitar para no caer allí. El film tiene una sofisticada vigilancia
epistemológica: cada vez que la trama parece caer “ahí”, se evita y se sale, se
devuelve la imagen al mundo del canto, a la extraordinaria destreza que
aprenden y desarrollan los cuerpos en Guinea, al arte de una plasticidad potente
y liberadora, de una sabiduría y una ternura que creíamos ya difícil de evocar.
En la actualidad, cuando todos
los debates parecen estar empantanados en la posibilidad más bien escéptica de
la representación subalterna, las canciones –la voz– de Black Doh y la mirada
inteligente de Plataneo son una bocanada de aire fresco que permite
reencontrarnos con una ética profundamente estética, un ojo que coloca a las
adormecedoras discusiones sobre la estereotipación en el lugar de donde nunca
deberían haber salido: la academia. ¡Viva el cine!
La película en Facebook: http://www.facebook.com/elgranrio.lapelicula