Sobre el imperativo burocrático – o las formas contemporáneas del genocidio
Por Nicolás Fernández Bravo
Una anécdota espeluznante y patética relata uno de los momentos más aterradores del genocidio que en 1994 terminó con un número cercano al millón de seres humanos asesinados a machetes y un número incierto de desplazados, enfermos, traumatizados y violentados en uno de los escenarios más brutales que haya conocido la historia reciente. El genocidio en Rwanda – algunos recordarán – fue retratado como una “guerra entre tribus” por una mayoritaria corriente del influyente periodismo humanitario que a diario se alimenta de tragedias en países remotos. El genocidio en Rwanda – algunos recordarán – apenas si se recuerda. Los motivos de la presencia ambivalente en la memoria colectiva de esta, una de las peores tragedias de la humanidad, son variados. Hubo otros acontecimientos violentos que desde entonces estremecieron al mundo: terrorismo de Estado y de organizaciones terroristas, niñas violadas por sus padres, secuestros por parte de policías, torturadores a sueldo, intervenciones militares ilegales, guerras. No hay manera de colocar en un ranking el grado de importancia de la violencia y la muerte: todas ellas deberían ser combatidas por la sociedad y la justicia. Después del holocausto judío, legítimamente exhibido en la memoria de la humanidad para que nunca vuelva a suceder, el genocidio en Rwanda ha sido la catástrofe que mayor cantidad de vidas humanas cobró en la historia moderna. No obstante, llama la atención que un millón de africanos asesinados puedan ser relativamente borrados de la memoria colectiva.
Decía: uno de los momentos más aterradores del genocidio en Rwanda (que como tal, tuvo antecedentes públicos bastante conocidos y racionales, que hubiesen permitido oficiar como prevención ante lo que muchos veían en proceso, aquello que en la jerga burocrática sería “rastrear el expediente”), no se desarrolló en Rwanda. Ni siquiera con los machetes de las milicias interahamwe refugiadas en los países vecinos. La “anécdota” que contribuyó a la posibilidad del genocidio, de su magnitud numérica y su extensión temporal, estuvo a cargo de una pequeña funcionaria de un Estado que objetó el concepto de genocidio. Dado que el genocidio judío es el fundamento esencial de la existencia misma de las Naciones Unidas, su aplicación hubiese permitido revertir la negativa para que la acotada delegación de las fuerzas de Paz destacada en Kigali, recibiera los necesarios fondos y refuerzos para disuadir a las milicias de la masacre en curso. Una burócrata hubiese podido revertir lo peor. Este impedimento burocrático, es sabido, existió en el seno de oficinas con aire acondicionado, entre un almuerzo y la hora del té, probablemente antes de ir al cine, mientras los debates sobre “que hacer” se desarrollaban en un ambiente ordenado, calmo. Civilizado, digamos. Bien lejos de las guerras primitivas.
La inminente situación de desalojo que enfrenta el Movimiento Afro Cultural Bonga – un grupo de afro-descendientes que desde la década del 80 viene difundiendo el candombe, la capoeira y promueve encuentros y debates sobre minorías y diversidad cultural en la Argentina–, por suerte, no se asemeja en nada a la de Rwanda. Es una extraordinaria ventaja para los funcionarios del Gobierno de la Ciudad que tienen la función de atender los temas de la cultura y el espacio, pues si sobre ellos recayera la responsabilidad de la muerte de millones, la posibilidad de ir al cine se encontraría bajo la amenaza de una perturbadora inquietud. Afortunadamente, el Movimiento Afro Cultural Bonga no se encuentra en Kigali, sino en Buenos Aires y – en el peor de los casos – deberá imaginar formas más creativas y tal vez más efectivas de lidiar con su continuidad existencial, que nadie siquiera duda. El desalojo, para colmo, se encuentra legalmente sostenido por una orden de un juez. De este modo, ni Baltasar Jaramillo, ni Máximo Merchesqui, ni ningún otro pequeño funcionario estará sometido a la incómoda situación de haber sido quienes – tal vez – podrían haber contribuido a un cambio en el curso de los acontecimientos pero no lo hicieron. Por otra parte, probablemente ganen mucho menos que la pequeña funcionaria que – en pleno genocidio – objetó el uso de la categoría, para reemplazarla por “actos genocidas”. Cuestionar el molde en el que viene la burocracia puede poner en riesgo un pequeño empleo, y todos sabemos que es importante garantizar las idas al cine que permiten los pequeños empleos, porque Buenos Aires sin cultura es como estar en África. Decía: uno de los momentos más aterradores del genocidio en Rwanda (que como tal, tuvo antecedentes públicos bastante conocidos y racionales, que hubiesen permitido oficiar como prevención ante lo que muchos veían en proceso, aquello que en la jerga burocrática sería “rastrear el expediente”), no se desarrolló en Rwanda. Ni siquiera con los machetes de las milicias interahamwe refugiadas en los países vecinos. La “anécdota” que contribuyó a la posibilidad del genocidio, de su magnitud numérica y su extensión temporal, estuvo a cargo de una pequeña funcionaria de un Estado que objetó el concepto de genocidio. Dado que el genocidio judío es el fundamento esencial de la existencia misma de las Naciones Unidas, su aplicación hubiese permitido revertir la negativa para que la acotada delegación de las fuerzas de Paz destacada en Kigali, recibiera los necesarios fondos y refuerzos para disuadir a las milicias de la masacre en curso. Una burócrata hubiese podido revertir lo peor. Este impedimento burocrático, es sabido, existió en el seno de oficinas con aire acondicionado, entre un almuerzo y la hora del té, probablemente antes de ir al cine, mientras los debates sobre “que hacer” se desarrollaban en un ambiente ordenado, calmo. Civilizado, digamos. Bien lejos de las guerras primitivas.
En este caso que muchos conocemos, la situación es completamente diferente (Nicolás: Rwanda no es Argentina, ni los hutus son los Bonga: no seas exagerado, ¿no te das cuenta? Serán todos negros, pero son diferentes). Acá el problema es otro. Sucede que “cultura” (dice) apoya a los Bonga, pero “espacios” no se pone de acuerdo. Ni siquiera asiste a las reuniones a las que se comprometió asistir. Además, “cultura” trata de “cultura”, y “espacios”, de “espacios”. Si la cultura tiene que ver con el espacio, eso es otro expediente. Es como decir que genocidio, es lo mismo que actos genocidas. ¡Que no es lo mismo! El imperativo burocrático, en este caso, sugiere que hagan cultura, pero que la fragmenten en pedacitos: de 19h30 a 20h45, tum-tum. Los sábados en la mañana, tacachúm-tacachúm. Otra opción es que “redacten un proyecto”, para que pueda ser presentado en la oficina 349, segundo piso, hasta el 31 de Febrero (por ventanilla, doble copia sellada, haga la cola, por favor). Eso seguramente (o no, depende) les permitirá tener un presupuesto para que el Asesor del Subsecretario los oriente sobre cómo venderles cursos a los ciudadanos porteños, que consumen cultura a lo pavote. Porque la cultura que tiene Buenos Aires no la tiene nadie. ¡Si hasta parece Europa! Es una ciudad fantástica, nada que ver con esas otras ciudades inmundas de Latinoamérica o de África – ahí si que no tienen cultura. Tienen sí, eh… ¿cómo es que se llama? Tradiciones. Eso. Una vez me compré una tradición. Está buenísima, la tengo en un estante de mi biblioteca. También pueden aprender inglés, para que el Sr. Turista Alternativo Progresista pueda consumir un poco de cultura negra ¡en Buenos Aires!, ¿no es re loco? Porque parece que en Europa los están por rajar a todos a la mierda. Y acá… acá lo que deja guita de la buena es el turismo. Te armás un buen business gay friendly y te vas para arriba. ¿Son gay, los negros esos? Eso estaría tremendo, ¿sabés lo bien que quedás poniendo a un negro puto en la vidriera de turismo? Lástima que estos no se comen ni media, que si no… Eso sí, si se olvidaron que – como les dije – las copias son tres, tendrán que presentar el proyecto en el 2009 (disculpen si les dije que eran dos, estaba con un montón de trabajo). Ese año hay elecciones y probablemente el presupuesto para tacachúm-tacachúm se modifique por el de laaaa, la-laaaaá., así que por las dudas armensén, ¿viste?, un proyectito sobre laaaa, la-laaaá. Aunque no es seguro, así que prueben. En una de esas. Tomá mi tarjeta, campeón. Llamame cuando quieras.
(…)
Qué desubicado. Mezclé el lenguaje de la indignación verborrágica con el políticamente correcto con el que empecé. Decía, que Rwanda no es Argentina, y que los funcionarios quieren ayudar. O al menos eso menemfiestan. En Buenos Aires, el área de cultura a cargo de Hernán Lombardi (quien no tiene un pequeño puestito; es el Ministro), está impulsando férreamente un proyecto de teatros alternativos, el cual parece que es muy interesante. Se trata de una iniciativa loable, que cuenta con el apoyo explícito del Sr. Ministro. Tanto apoyo tiene, que él mismo en persona ha defendido su materialización frente a personas influyentes: lo ví personalmente hacerlo en la Legislatura el pasado lunes 21 de Julio. Justo, justito después de que Diego Bonga lo invitara para asistir a la reunión del martes pasado. Pero como el que hablaba no era importante, francamente no le prestó ni la menor atención. Mientras tanto, conversaba con la persona que tenía al lado. Eso sí: cultura apoya totalmente al proyecto, ¿qué te pensás? ¿Qué no nos interesa, canpión?
Kigali no es Buenos Aires. Los Hutus no son los Bonga. Apenas si comparten el hecho de ser negros, y todos sabemos el lugar que ocupan los negros en las prioridades. ¿Cuántos me dijiste que eran? ¿Un millón? ¿Veinte? ¿Votan?
Fuente de las imágenes:
1) http://uriolesblog.wordpress.com/
2) Cuadro realizado por integrante del Movimiento Afro Cultural llevado a blanco y negro