Bien por Las 12 (suplemento de Página 12)
por hacerse eco del terrible caso de racismo contra dos vendedoras senegalesas.
La larga entrevista detalla bien no sólo el incidente sino lo díficil que
resulta, en nuestra ciudad, ser una mujer negra y vender en la calle.
Ahora, es necesario seguir poniendo títulos que juegan
con las palabras (y los supuestos contrastes entre) "negro" y
"blanco"? -una antigua tradición periodística local que nadie
extrañaría si desapareciera....
Las 12, viernes 26 de septiembre de 2014.
Negras como blanco
Por Luciana Peker
Discriminación - Sire y Mariama Sama, hermanas y senegalesas, son parte del nuevo fenómeno de feminización de la migración africana. El 31 de julio, en Once, fueron agredidas, insultadas y golpeadas por ser mujeres, negras, pobres y africanas por el encargado de un edificio con la complicidad policial. Su historia se convirtió en una muestra emblemática de las múltiples discriminaciones –el acoso sexual, los prejuicios, los estereotipos y la violencia– que sufren las mujeres afro en Buenos Aires.
No quiero ver una negra de mierda en mi puerta.
Sire Sama tiene apenas 22 años y no entiende, todavía, un
idioma al que arribó hace tres meses. Pero no necesitó traducción para
comprender el desprecio. Negra de mierda, escuchó y no se olvidó más de la
conjunción maldita de palabras. Sire contestó en francés. Pero no supieron
corresponderle. No solo por falta de lenguaje. No era un diálogo sino un
escupitajo sobre su piel. Un desprecio sobre su cuerpo que se concretó en
golpes. El jueves 31 de julio, a las 14.30, Manuel, el encargado del edificio
de Rivadavia 2631, en Once, la agredió física y verbalmente. Manuel –se reserva
su apellido hasta que no esté imputado por la Justicia– le tiró al piso el
avión de juguete que ella vendía. Pateó los cajones que sostenían su puestito.
La golpeó en la panza y en el cuello. No se detuvo ante nada ni nadie. Se
sintió con poder sobre ese suelo y ese cuerpo que no le pertenecen.
Sire cruzó el océano, pisó dos continentes, viajó 7794
kilómetros para juntarse con su hermana Mariama, desde Senegal a la Argentina.
Sin embargo, su viaje no puede detenerse en ninguna esquina en Buenos Aires
porque le restregan la palabra puta si sus pies calman sus pasos. No puede
estar quieta si no demuestra que no está en oferta ni que quiere irse con nadie
que ella no quiera. Pero la hostilidad que le apura los pasos se volvió puño
con complicidad, incluso, de la policía que vigilaba la zona, que adujo, para
no intervenir frente a la agresión, que en la Argentina es natural que los
hombres les peguen a las mujeres. Y ese golpe se convirtió en una causa
emblemática sobre la múltiple discriminación por machismo y racismo que sufren
en Buenos Aires las mujeres afro.
La denuncia fue presentada en la Fiscalía Correccional Nº
10 y la causa está siendo analizada por el Juzgado Nacional en lo Correccional
Nº 10 Secretaría 74, a cargo de Omar Osvaldo Fente. El abogado que lleva
adelante la demanda por lesiones, discriminación y racismo es Madoda Ntaka, el
hijo de Simon Blues Kotsi Ntaka, que fue activista del Congreso Nacional
Africano, junto a Nelson Mandela y se tuvo que exiliar por luchar para no ser
menos que un blanco. “Hay un contexto de absoluto racismo y sexismo contra las
mujeres afro”, denuncia Patricia Gomes, que también conoce los latidos de un
cuerpo ensortijado por huir de miradas que increpan como una portación de
pecado su belleza. Tiene 29 años y es vicepresidenta de la Sociedad Caboverdeana
de Dock Sud. Ella acompañó a Sire y Mariama para organizar una marcha el 15 de
agosto, en Once, en repudio a la agresión. No fue una excepción, ni un arrebato
aislado. “La situación de las mujeres negras en la Argentina se ve agravada. El
color de la piel implica serias consecuencias en la vida cotidiana, que se
manifiestan en dificultades para acceder a un trabajo calificado, culminar los
estudios, circular por la calle sin ser acosadas sexualmente o vernos burladas
y ridiculizadas en los medios masivos de comunicación. Las mujeres negras
vivimos diariamente la discriminación, la violencia, el acoso y la
hipersexualización de nuestros cuerpos. Y lo que les sucedió a las mujeres
senegalesas no es más que el reflejo de toda esta situación a la que desde hace
siglos estamos expuestas.”
Sire y Mariama son dos senegalesas en la Argentina. Se
estima que hay treinta mujeres provenientes de su país y cuatrocientas
africanas que vinieron a buscar trabajo y una forma de solventar a sus familias
y a sus hijos que quedaron del otro lado del mundo. Ellas son parte del
fenómeno de la feminización de la nueva migración africana que, al principio,
era exclusivamente masculina y hoy ya se considera mixta. “A todas nosotras,
africanas y afrodescendientes, nos une una misma lucha contra la pobreza, el
machismo y la discriminación racial como herencia de la sociedad dominante.”,
apunta Gomes.
Y ese cambio debería nacer desde la escuela donde todavía
la palabra negra es bendecida con el casi único rol de lavandera en los actos
escolares. Por eso, la agrupación Xango y la Confederación de Trabajadores de
la Educación de la República Argentina (Ctera) acaban de lanzar Afroargentin@s,
una guía para docentes sobre afrodescendientes y cultura afro. “La guía propone
trabajar contra el racismo en las aulas, desde un revisionismo crítico que
valore por igual el aporte de todos los colectivos: afrodescendientes, pueblos
originarios, europeos”, enmarca Carlos Alvarez Nazareno, presidente de Xango.
El pasado no está pisado. Es parte del futuro.
Incluso de un nuevo y múltiple futuro en el que hay que
abrir la mirada para dejarse iluminar por todo lo nuevo que relata Mariama
desde el fulgor de sus labios rosas. Ella tiene 28 años y hace cuatro que vive
en Argentina. Habla fluida, amorosa y risueñamente español y por eso toma la
palabra en nombre de las dos hermanas. No es lo único que habla. Su riqueza
maneja siete idiomas: wolof, manding ydiola, peule, saracoulaís, francés,
italiano y español.
La entrevista es de noche, cuando la carga del trabajo
amaina. No solo para sobrevivir. Las migrantes vienen con la carga de tener que
ayudar a que sus familias –amplias, muy amplias, ya que no solo se considera
familia al círculo más íntimo– puedan salir adelante. Sire está todavía
asustada, sus ojos miran con recelo y prefiere comunicarse en manding. Por eso,
la palabra la toma Mariama, con una vivacidad atrapante. Igual que su sueño,
algo parecido a muchos sueños; una casa, un auto, vivir tranquila con su hija,
Fatu, a la que dejó a los ocho meses para que las dos pudieran crecer juntas.
Fatu –que se llama igual que su abuela– ya tiene cinco años. Pero ella está
todavía demasiado lejos de todo, de su tierra, de su hija, y de su sueño.
“Gracias a Dios existe la videollamada”, festeja las imágenes que las acercan.
Se siente senegalesa y argentina, con orgulloso DNI propio. Pero ansía juntar
dinero para volver.
La cara se le transforma en nostalgia cuando piensa en
una tierra en donde conversar en una esquina no la convierta en un blanco de
insultos sexuales sin ningún arribo al deseo. Pero también le da miedo volver y
que todo lo que ella mandó a todos los que les mandó no parezca suficiente. En
Senegal se ponen demasiadas esperanzas en la suerte de quienes se van y piensan
que es demasiado sencillo conseguir dólares para ayudar.
“El mes pasado no mandé ni un peso a Africa. Ojalá que
Dios me ayude este mes para mandar”, ruega. Los ojos se le ponen vidriosos con
el miedo de no cumplir. “El sueño que te llevó a dejar a tu familia, a tener
que aprender el idioma, a sufrir es poder mandar sí o sí lo poco que tenés a tu
familia. Y mi familia, la verdad, es que somos pobres, no tenemos nada, si no
yo podría ya volver a Senegal. Pero ellos necesitan”, explica.
Sire y Mariama nacieron en Bignona, al sur de Senegal
(aunque Mariama después viajó a Mbour, al norte, y se separaron) y son parte de
las cinco hermanas por parte de su mamá Fatu y su papá Kamaro y de los quince
hermanos por parte de su papá Kamaro con su otra esposa, Sadiba. Pero en otra
versión de los tuyos, los míos y los nuestros. Su papá tenía dos mujeres hasta
que falleció. A Sadiba ellas le decían tía y vivían todos juntos. “Después que
fallece el marido te podés casar, no es que no podés tener otro marido como en
la religión católica. Mi mamá se volvió a casar y mi tía también”, cuenta. No
cree que una cultura sea mejor que otra. Son sencillamente costumbres. Una
oportunidad para abrir los ojos.
¿Cómo es la convivencia?
–Las mujeres se ponen celosas. Pero después se tienen que
acostumbrar porque viven en la misma casa con otra mujer. Si hay plata tienen
dos casas, pero si el marido no tiene dos casas se comparte. Por eso, con mi
mamá cuando éramos chiquititos vivíamos con mi tía. En la religión musulmana el
hombre puede tener cuatro mujeres.
¿Las mujeres compiten o se ayudan?
–A veces hay peleas porque la mujer se pone celosa. Hay
competencia. El día que le toca con ella la mujer se le pone linda. Dos días le
toca cocinar a una y dormir con una y después otros dos días con la otra. Se
maneja por turnos. Cada una quiere conquistar a su marido.
¿La crianza de los hijos también es compartida?
–Sí, la tía se mete en la crianza. Los chicos pueden
dormir en la misma pieza. No tiene cada uno su plato. Tenemos que compartir. Si
no está tu mamá tu tía te tiene que educar como si fuese su propia hija.
¿Y quién cocinaba más rico?
–¡Las dos! (se ríe).
Pero el fallecimiento de su papá abrió una grieta. Su
mamá se casó y se fue al Norte. Mariama se fue con ella y Sire se quedó en el
sur con una tía paterna. En el sur quedó el arroz con verduras y las frutas
abundantes, bendecidas por la lluvia constante, que crecen y se transforman en
mangos, bananas o mandarinas sin necesidad de que nadie las riegue o las
cultive. En el Norte, en cambio, aparecieron los condimentos fuertes y la
música de Nigeria. El Sur y el Norte no son puntos cardinales. Son mundos
distintos. “Los idiomas no se entienden nada, ni hola. Si yo hablo con ella y
otra persona que viene de Senegal escucha no va a entender nada”, ejemplifica
ese abismo que supera la geografía.
¿Cómo decidiste venir a la Argentina?
–Hay un señor que conozco que vive en la Argentina hace
más de diez años e iba de vacaciones. La gente viaja para volver a Senegal y
cambiar la plata y tener una casa linda y un lindo coche. Pero ahora no, ahora
es difícil, no se pueden conseguir dólares. Yo vine con la intención de
trabajar, juntar, volver a Senegal y poder tener mi casa y un lindo coche. En
Francia, España e Italia había crisis y ahí tome la decisión de venir acá. Pero
todavía no cumplí mi sueño. Ni volví a Senegal. El pasaje es muy caro. Ojalá
algún día se mejore así cumplimos el sueño y podemos volver. Tengo una hija de
cinco años que está allá con mi familia. La dejé a los ocho meses, chiquita.
¿Querés traerla o ir vos para allá?
–No sé mi destino. Si me caso acá tengo que traer a mi
hija. Si no tengo que ir allá. Por ahora no tengo compromiso. Nadie me
comprometió con un “te quiero, me voy a casar con vos” –suelta y se ríe, con
una risa franca, de travesura indiscreta, que contagia el entusiasmo por la
aventura impredecible de la vida.
Mariama es peluquera y en Senegal tenía su salón. Pero no
es lo mismo cortar y aclarar el pelo para lograr el rubio ficticio promedio en
la Argentina que trenzar cabellos infinitamente en peluquerías que se
multiplican como el hilvanado del cabello. “Vine para buscar un futuro mejor”,
define Mariama. Su fecha de inicio fue el 1° de mayo del 2010. “Yo pensé que en
este país no había gente”, recuerda graciosa sobre el desierto provocado por el
laborioso feriado. A partir de ahí se empezó a levantar a las cuatro de la
mañana para salir como vendedora ambulante, de lunes a sábado, a Liniers y los
domingos a Escobar. Hasta que logró conseguir poner su propio negocio en una
galería de Once. “Es mío, gracias a Dios”, agradece. Aunque con espanto: “Pero
no hay venta, estamos sufriendo”. Y se ríe con una risa que pone un punto, con
una risa que conversa más allá de las palabras y de los sufrimientos, con una
risa que se contrapone a todo.
Sire, en cambio, no se ríe. Su historia es distinta. Ella
no pudo estudiar. No fue a la escuela. No aprendió casi nada. Y se crió con una
familia en donde tenía que cocinar, lavar platos, limpiar. Se reserva, además,
un dolor que no quiere compartir y que la impulsó a huir. “Cuando ella llegó
acá vino a vivir conmigo a Balvanera. Se enfermaba todos los días. Le dolía la
panza, la cabeza, vomitaba, lloraba. Le agarró una infección. No puede ser.
Tenemos que llevarla a comer, a salir, a ver los animales a Temaiken, a que vea
que no es todo mal, hay cosas lindas también”, desea su hermana.
Mariama ayudó a Sire a instalarse en la Argentina con la
compra de juguetes para vender en Rivadavia. El 31 de julio le dijo que estaba
nublado y que no vaya a ofrecer los autitos y aviones a pila porque iba a
llover. “Pero a la gente recién llegada le gusta trabajar”, contextualiza. Así
que Sire fue igual. No se imaginaba la prepotencia del encargado del edificio
que la insultó, le pegó en la panza y la dejó temblando. Mariama fue a
denunciar a un policía y le contestó: “Acá se le pega a la mujer”. “¿Cómo le va
a pegar? ¡No tiene derecho!”, lo increpó. Pero, en ese momento, Manuel volvió a
pegarle a Sire. Además sacaba las pilas de los juguetes y se las tiraba
mientras seguía repitiendo: “Negra de mierda no te quiero ver acá”. Mariama
agarró una sillita plegable para defender a Sire y empezó a recibir piñas. Se
fueron a hacer la denuncia. Pero la policía no se la quería recibir porque no
hablaba castellano. Mientras que los médicos legistas buscaban moretones en una
piel que no deja las mismas huellas. “Nosotras somos negras, no se nos mancha
la piel de rojo”, increpó a un perito Mariama mientras Sire tenía tanto dolor
que no podía tomar ni agua. De ahí fueron al hospital donde le recetaron
calmantes y un cuello ortopédico. La travesía terminó en el Inadi. Pero la
violencia no fue un solo día del año. La pesadilla es diaria y así la describe
Mariama: “No puedo decir que en mi país la gente no sea racista, pero es
diferente que acá, donde caminás en la calle y te dicen ‘negra puta’ o ‘las
vamos a coger, ¿cuánto cobran?’. Sabés que te van a faltar el respeto dos o
tres veces por día en el colectivo, en un restaurante o en una parrilla libre,
peor porque tenés que levantarte. Yo acá ando toda tapada, no puedo mostrar las
piernas como en Senegal. Es feo vivir acá como negra. Siempre tenés que estar
como escondida, con vergüenza”.