Nelson Mandela fue muchas cosas a lo largo de su dilatada y
fructífera vida. Según los requerimientos del contexto social fue -primero y
durante mucho más tiempo- un luchador y luego también un conciliador. La
progresiva santificación de su imagen -que a la hora de su muerte eclosionó
para transformarlo en un ícono moral global- nos dice mucho más sobre quienes
la llevaron a cabo, que sobre su figura.
En su muerte, los medios parecen haber convertido a Mandela
en “El Gran Perdonador”, el estadista que perdonó a sus enemigos (y
encarceladores) en aras de la unión de la nación sudafricana. El foco en la
“reconciliación” y en la “unión” parece eclipsar sus décadas de lucha -no
siempre ni principalmente, pacífica- contra el apartheid y el racismo. Sobre
todo, este énfasis encubre la maligna persistencia de este último, tanto en
Sudafrica como en la totalidad de las naciones donde se venera a nuestro nuevo héroe
posmoderno. Acabar con el apartheid no necesariamente implica terminar con el
racismo -apenas (aunque no es poco, claro) con su forma más explícita,
brutalmente estructural y evidente. ........
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