Hace unos días, el escritor Juan Forn rescataba, en el diario Página 12, la historia del "Negro de Banyoles" -el cadáver disecado de un hombre bosquimano (?) que fue exhibido durante años en un museo en un pueblo catalán, hasta su repatriación a Botswana en el 2000. Una rápida búsqueda en internet revela la persistencia de un uso algo más contemporáneo de su imagen...
Contratapa, Página 12, 22 de marzo de 2013
Ese negro es nuestro
En 1892, un taxidermista catalán llamado Francesc Darder
volvió a pie desde Génova hasta Barcelona acompañando a un elefante llamado
Aví. Acababa de comprarlo a un circo y no había vagón de tren suficientemente
sólido para transportarlo, así que optó por hacer todo el trayecto caminando
junto a su flamante adquisición. Su plan era convertir a Aví en la atracción
principal del zoológico de Barcelona, si lograba convencer al ayuntamiento de
usar para ese propósito los pabellones que habían quedado vacíos en el Parque
de la Ciudadela, luego de la gran Exposición Universal de 1888. Darder ya se
había hecho traer cinco camellos en barco desde Argel y prometía donar además
un león, un gorila y una jirafa; incluso había rediseñado de su propia mano
cada uno de aquellos pabellones abandonados, porque creía que los animales no
debían estar en jaulas, sino en “habitáculos más espaciosos que las casas de
pescadores del barrio de la Barceloneta”.
El problema era que Darder no era muy respetado por la
Academia de Ciencias de Barcelona. Hijo de un matarife que había hecho fortuna,
el joven Francesc aprendió solo las técnicas de la taxidermia y dio rienda
suelta a su pasión por la zoología carteándose y visitando a colegas de toda
Europa, a quienes les compraba cuanto animal embalsamado estuvieran dispuesto a
venderle. Todas esas piezas las tenía en exhibición en una suerte de bizarro
museo de curiosidades en los altos del Café Novedades, sobre el Paseo de
Gracia. A los académicos de la época les daba tanta tirria el afán
exhibicionista de Darder, que lograron alejarlo del zoo e incluso borrarlo de
sus actas de fundación, a pesar de Aví y los camellos. Desilusionado y aquejado
de gota, Darder se fue al pueblo de montaña de Banyoles, en cuyo lago hizo un
criadero de peces tan exitoso que el pueblo creó la Fiesta Anual del Pez y lo
condecoró como hijo adoptivo. En retribución, Darder trasladó su colección de
piezas embalsamadas a una casa que, un año antes de morir, donó al pueblo con
el nombre de Museu Darder. A nadie le llamó especialmente la atención que la
pieza Nº 1004 del catálogo no fuese un animal sino un ser humano, un bechuana
muy bajito, con su lanza y escudo y tocado de plumas y un taparrabos
estratégicamente colocado para su exhibición en público, como un animalito más
en la colección de piezas embalsamadas del Museu Darder.
Foto: Diari de Tarragona
La chapa sólo decía: Bosquimano, o quizá bechuana, del
Kalahari. Sin nombre, sin fecha de nacimiento o de muerte. Un hombre sin nombre
no es un hombre. Así había sido ingresado al país: como “fauna animal”, no como
“restos humanos”. Así había llegado a Europa, cincuenta años antes. Más
precisamente a París, a la Maison Verreaux, el inmenso salón donde se exhibían
y vendían los mejores animales embalsamados del mundo. Los hermanos Jules y
Edouard Verreaux partían una vez al año al Africa, uno de ellos cazaba o
compraba los bichos que podía y el otro los embalsamaba en un taller en Ciudad
del Cabo, y de ahí los fletaban a París, donde su padre los vendía a los museos
o coleccionistas interesados. En las salas de la Maison Verreaux se codeaban
Julio Verne y naturalista Couvier. Cuando la Maison cerró sus puertas en 1878,
el Museo de Historia Natural de Nueva York compró gran parte de su colección de
animales; el resto se vendió al menudeo. Ningún museo se interesó por el
pequeño bechuana: no era un faraón egipcio embalsamado por sus congéneres según
técnicas y ritos milenarios; era sólo un anónimo aborigen africano eviscerado a
las apuradas por uno de los hermanos Verreaux después de que el otro saqueara
la noche anterior una tumba en el yermo donde había visto a unos nómadas
enterrar a uno de los suyos. Darder no sabía nada de eso cuando compró la pieza
y se la llevó a Barcelona; y nadie lo supo hasta más de un siglo después. El
bosquimano, o quizá bechuana, estuvo acumulando polvo adentro de su vitrina de
vidrio en Banyoles (una vez al año le daban una mano de betún, porque el uso de
arsénico durante el embalsamamiento le había decolorado la piel) hasta que en
1991, un médico negro haitiano llamado Alphonse Arcelin, residente en la
cercana localidad de Cambril, lo vio en un paseo casual de fin de semana e
inició una campaña de un solo hombre contra el racismo del pueblo de Banyoles.
Blog El Mundo - 2008
Al año siguiente se celebraban los Juegos Olímpicos en
Barcelona y algunas pruebas de canotaje se realizarían en el lago de Banyoles.
Arcelin escribió a Kofi Annan, a la Unión Africana, a Nelson Mandela, al obispo
Tutu, llamando a los países africanos participantes en aquellas pruebas a
boicotearlas. El gobierno socialista presionó al alcalde de Banyoles para que
la pieza fuera retirada “al menos temporariamente” de exhibición. Capearon la
tormenta de las Olimpíadas pero no sus efectos: la Unión Africana exigía que el
bechuana fuera repatriado. Así supieron los del pueblo que su museo tenía el
único hombre embalsamado en el mundo que se exponía entre animales. En lugar de
abochornarse, les salió el chauvinismo: “El Negro es patrimonio cultural para
nosotros”, dijeron. Comenzaron a aparecer camisetas con su imagen; las
pastelerías del pueblo hacían negros de chocolate; los más cavernarios
vociferaban: “¡Si se va El Negro, que se vayan todos los negros!”. Para evitar
más escándalo, el gobierno español decidió devolverlo al Africa. Se lo llevaron
de noche en furgoneta de Banyoles y, para evitar el oprobio de enviarlo
disecado, en el Museo de Antropología de Madrid separaron lo que era propio del
negro de lo que era relleno: sólo quedaron una calavera y unos cuantos huesos;
no se atrevieron a agregar la piel, para que no quedara en evidencia que la
habían embetunado año a año en el Museu Darder.
Diario ABC - 2002
A esa segunda profanación se le sumó una tercera. En
octubre del 2000, en un acto de gran despliegue mediático, los restos llegaron
a Gaborone, capital de Botswana, para ser enterrados en el parque Tsholofelo.
“Devolvemos lo que nos han pedido; hemos quitado lo que no era suyo”, dijo el
enviado del gobierno español. Los curiosos tuvieron ocasión de rendir sus
respetos al repatriado en una capilla ardiente: lo que había para ver era un
ataúd infantil con mirilla y una calavera y un puñado de huesos adentro. La
ceremonia del entierro no incluyó ningún rito tradicional, ni danzas ni
vestimentas tribales. No hubo presencia visible del pueblo originario del
difunto, porque en las autopsias y análisis realizados en Madrid no se pudo
determinar si el negro era bosquimano o bechuana (Botswana acogió el cuerpo por
pedido de la Unión Africana). Sólo un hombrecito envuelto en una capa de piel
de leopardo y cetro de cola de antílope, un lunático llamado Emmanuel Mogomela,
conocido en la ciudad porque decía pertenecer a toda etnia que recibiera
reparación del gobierno, se presentó para despedir a “su tatarabuelo”. El
corresponsal de un diario español se le acercó a pedirle declaraciones acerca
de su antepasado. Mogomela se limitó a decir: “Era un hombre negro que no sé
dónde estaba, pero ahora está donde tenía que estar”.
Agradezco a Fernando Ezequiel Lombardi
2 comentarios:
Atención Alexander:
Recién vi en el canal INCAA TV, el anuncio de una película llamada "Barravento". Mostraban escenas de capoeira. Parece ser brasileña y antigua (en blanco y negro). Mañana, miércoles 3 a las 22. Espero sea de interés.
Semper Fidelis.
Cainguor.
P.D.: No es pertinente el espacio pero no se me ocurrió otro modo de avisar.
KW.
Gracias! Si, es la primer película del famoso director Glauber Rocha, una de las primeras en incluir capoeira y algo de candomblé también. Viejita, pero un clásico del cine brasilero... Abrazo!
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