jueves, 4 de septiembre de 2008

Africa: Hombres como Dioses (2)

No fui el único a quien le pareció que la nota de La Nación atrasaba (un siglo) y trasuntaba un imaginario sobre Africa ya perimido en países con algún respeto por la diversidad cultural y la historia de los pueblos (alguna vez) colonizados. Abajo de la tapa de las primeras ediciones del libro de Lanvers (antes que lo republicara una nueva y mayor editora y decidiera realizarle algunos cambios cosméticos, éstos sí más acorde con los tiempos) va la opinión de Nicolás Fernández Bravo, antropólogo argentino que vivió "en Africa". En Mozambique, digamos, para no perpetuar la imagen de que es todo lo mismo del otro lado del océano ....
El imaginario colonial out of focus de H. Lanvers
(Sobre la nota publicada en La Nación el sábado 30 de Agosto por Susana Reinoso)

Por Nicolás Fernández Bravo

Entrar al supermercado para comprar salame, aceite para autos o “literatura” ha pasado a ser, en el mundo contemporáneo, una práctica cada vez más habitual. Mientras buscaba una oferta en la sección “detergentes” – y sin quererlo – posé mis ojos en el título de un libro de reciente aparición, el cual descansaba en el estante contiguo: “África Hombres como Dioses”, del argentino H. Lanvers (nótese que la H. invita a dudar si se trata de un auténtico anglosajón, o apenas un sudamericano). Curioso como siempre cuando, a cuentagotas, el entorno local repara en la existencia de “África”, no pude más que ojear el libro. Aunque su valor comercial sea algo menor que el de un Malbec decente, no me atreví a comprarlo, acaso por considerar que la literatura sin comillas no suele encontrarse en las góndolas del supermercado.
Así y todo, me detuve en algunos detalles del intrigante objeto que tenía entre mis manos. En la contratapa, se afirma que la novela “nos acerca a un continente negro como el que siempre quisimos explorar” (¿Nosotros? ¿Qué “nosotros”?). También se afirma que los personajes son “valientes y tenaces” y que “enfrentan las grandes rebeliones indígenas con un sentido de la lealtad que hoy extrañamos” (¿Nosotros? ¿Qué “nosotros”?). En la primera página, el autor advierte con ironía: “sólo las partes más increíbles de este relato están basadas en la realidad”. Este conjunto de prejuicios decimonónicos sobre la exploración, la valentía, los indígenas y la lealtad, adelantan un interrogante: ¿qué será realmente lo increíble? ¿El relato, o la posibilidad de su venta masiva? ¿Cuán verosímil puede ser la existencia anacrónica de un escritor victoriano-cordobés, en el siglo XXI? ¿Sucederá esto en algún otro lugar del planeta tierra? ¿O sólo en la Argentina la gente ostenta credenciales para hablar sobre África y los africanos a partir de “haber estado allí”, o “conocer a un negro”? Si bien es verdad que habría que leer la novela en su totalidad para hacer comentarios al respecto de sus argumentos y su narrativa (me limito a no hacerlo aquí; prometo hacerlo cuando disponga del dinero), lo realmente irritante fue leer, al día siguiente, una nota de media página en la sección “cultura” del diario La Nación, dedicada estridentemente al heroico individuo en cuestión.
Es por demás evidente que, para que las ideas se reproduzcan y pervivan en el tiempo, alguien tiene que diseminarlas. Si yo afirmara – por ejemplo – “los blanquitos de Argentina son racistas en potencia”, podría pasar solamente por un comentario trasnochado, exagerado, enteramente errado o incluso atinado, dependiendo del contexto de su enunciación. Pero la capacidad de influir en muchas personas a partir de un comentario semejante, estará directamente relacionada a la posibilidad de su difusión masiva. Los discursos políticos, el imaginario social, los sistemas de enseñanza, los medios de comunicación, el sistema de la moda, todos estos complejos mecanismos sirven para que las ideas – y las prácticas que suelen abrojarse a ellas – nazcan, se reproduzcan y eventualmente, mueran o se fortalezcan. Para todo ello, es necesario de la participación de quienes ostentan el poder (mucho, poco), de hacerlas públicas.
Parece una caricatura D’Elianesca que sea – nuevamente – el diario La Nación el que destaque con glamoroso cariño, la biografía y los comentarios de este otrora ignoto escritor que ahora se vende en los supermercados como vocero novelado (y tal vez, algo imparcial) de la violenta historia de la colonización europea en Sudáfrica. Según se nos informa, el autor del libro – cuyo protagonista es blanco, a pesar de tratar sobre Shaka Zulu – jugaba de niño a los bóeres y zulúes en Comodoro Rivadavia, dejando abierto el interrogante sobre quiénes serían los buenos y quiénes los malos. Infiriendo que la novela no habrá de ser tan simplista (blancos = valientes; negros = primitivos), no deja de sorprender que el entrevistado se refiera a sus difíciles (¿?) aventuras en África siendo “el único blanco, rodeado de negros, que corrían como maratonistas”, o que sea “muy denso para la mujer blanca vivir en África” (¿?). ¿Qué dificultad intrínseca conlleva estar rodeado de negros? ¿Por qué es denso para “La” mujer blanca, vivir en África? Incluso desde una lectura bien intencionada de estas afirmaciones, si es que esto es posible, encuentro políticamente incorrecto decir sin reparos que “a mi madre la desalentaba vivir entre negros” ¡en la Sudáfrica del apartheid! Este nuevo conjunto de frases, puestas a rodar en cualquier foro internacional con reparos hacia la corrección política (Naciones Unidas, Banco Mundial, Unión Europea), causaría al menos incomodidad. Me refiero a la incorrección política y no simplemente al más burdo y anacrónico racismo colonial, porque la contundencia de estas palabras suele ser leída en clave estructuralista: quienes señalamos el racismo, el colonialismo y la explotación, solemos tener que sortear los difíciles callejones del binarismo. Quienes han vivido en África o – como parece ser el caso de nuestro nuevo novelista – paseado por aquél continente algunos meses, suelen decir que las relaciones raciales “son más complejas” que el simple sistema de oposiciones negro/blanco, dominador/dominado, colonialista/colonizador. Aún adhiriendo a este señalamiento (para ser claros: hay negros malos y blancos buenos, aunque también hay grises), es incuestionable que el colonialismo constituye una categoría histórica del todo clara, cuyo anclaje empírico es posible analizar a partir de las fuentes de la época (documentos, testimonios, imágenes), por medio del análisis e interpretación de las mismas producidas por historiadores y antropólogos, o a partir de sus reelaboraciones contemporáneas (como las novelas y las prácticas políticas).
No obstante, es necesario reconocer que H. Lanvers es al menos consecuente con su incorrección política. Como si con su conservadurismo portátil no fuera suficiente en el campo de la discriminación racial, el mismo abarca también las cuestiones de género. Haría bien en informarse sobre los modales actuales del pensamiento liberal inglés que tanto parece admirar, el cual es cuidadoso en el lugar que atribuye a las mujeres – como para estar a tono con las modas intelectuales en curso, digamos. Declararse enamorado de la belleza de las altas montañas del mismo modo que de la belleza de las mujeres africanas, puede constituir al menos una forma de insulto grosero entre el grupo más tímido del feminismo conservador. No digamos ya, entre el feminismo radical, que bien haría Lanvers en evitar cruzarse un sábado por la noche.
¿Qué nos queda por pensar de nuestro nuevo novelista aventurero – y la periodista Susana Reinoso, experta en “temas africanos” – que lograron que el trabajo se destaque en el cuerpo principal de uno de los periódicos más influyentes del país? ¿Será que alimentan – insisto: un poco pasados de moda – la más elemental de las visiones esencialistas, impresionistas y colonialistas sobre África?
Tal vez debamos volver al problema que un importante grupo de residentes africanos, afro-descendientes, intelectuales, artistas y ciudadanos racionales congregados en torno al Movimiento de la Diáspora Africana, venimos señalando desde hace ya no poco tiempo y por los medios más diversos: la ignorancia que existe en Argentina sobre África y los africanos es desoladora y tiene consecuencias concretas en las personas físicas en la actualidad. Para tratar de entender algunas de las peguntas esbozadas, nos queda la triste realidad: estas situaciones solamente son posibles en la Argentina, y porque las permitimos. Quizás un comité de ética podría evaluar la responsabilidad de los periodistas al publicar notas con un elevado contenido racista, o las editoriales deberían cuidar al menos su lenguaje al momento de acompañar la edición masiva de imaginarios culturales que algunos quisiéramos considerar del siglo XIX. Sería impensable que estas publicaciones se dieran sin conflicto en Sudáfrica o Brasil, por poner ejemplos comparables, en donde millones de personas padecen las consecuencias directas de la discriminación y los privilegios basados en el color de la piel.
No obstante, todo indica que en nuestro terruño, ese increíble libro y esa increíble nota son posibles sin mayores comentarios (me atrevería a decir, incluso, que son bienvenidas con entusiasmo nacionalista, pues a fin de cuentas, ¡un argentino! escribe como Wilbur Smith). Es decir que no son la fantasía colonial de un excéntrico aventurero pasado de copas. Se editan. Generan dinero. Se venden a montones. Alimentan prejuicios. Alimentan el imaginario de quienes luego, toman decisiones reales. Estando irrestrictamente a favor de la libertad de prensa como lo estoy, entiendo que sólo en nuestro país esta libertad se diluye con la irresponsabilidad ética. Sólo en este contexto es posible entender exactamente qué quiso decir D’Elía cuando – sacado – dijo odiar a los blancos.
Entender – no necesariamente compartir. Al menos tuvo el poder para decir que en la Argentina actual, la inequidad también se asienta en el color de la piel. Y que se escuche.