lunes, 7 de julio de 2014

De Ghana a Boca

Foto: Vera Rosemberg

Bayan Mahmud: de polizón a futbolista
Por Nicolás Cassese - fotos de Vera Rosemberg
Publicado originalmente en revista Brando

Bayan Mahmud corta el bife de chorizo que le acaban de servir en Le Bleu, una panadería en las fronteras de Palermo que intenta ofrecer un menú de almuerzo, y frunce el entrecejo cuando la sangre se derrama sobre su plato. 
-No me gusta la sangre -anuncia mientras el mozo se lleva la carne de vuelta a la cocina-. En Ghana, las que comen sangre son las brujas. 
-¿Hay brujas en Ghana? -le pregunta su compañero de mesa. 
-Sí, claro. Hay mujeres que de día parecen normales, pero a la noche se transforman en brujas. ¡Pasan cosas raras en Ghana! 
Bayan se ríe ante su ocurrencia: su propia historia es una de esas cosas raras que pasan en Ghana. Un breve resumen de contratapa de libro, ese que algún día él mismo tendrá que escribir, diría que nació hace 19 años en Accra, la capital de Ghana, y que de niño se mudó con su familia a Bawku, en el norte del país. La zona está atravesada por un conflicto de baja intensidad pero persistente entre dos etnias. Cuando tenía 5 años, Bayan y su hermano, Muntala, encontraron a su padre y a su madre asesinados, víctimas de la violencia tribal. Sin otra familia a la que recurrir, terminaron en un orfanato del que también tuvieron que huir diez años después, escapando de una banda que irrumpió con armas y machetes. Bayan perdió a su hermano en el caos de la estampida e hizo dedo hasta un puerto sobre el Golfo de Guinea. Aterrado y con apenas 15 años, se subió de polizón a un buque, sobrevivió el viaje y llegó a la Argentina. No sabía el idioma, pero sí tenía una notable habilidad para el fútbol, y apenas cinco meses después de desembarcar se probó en Boca y quedó. Allí está ahora, jugando en la Cuarta División, dos escalones abajo del ansiado plantel de Primera, pero enojado porque aún no le ofrecieron un contrato como profesional. 
-Todo lo armó Dios -dice sobre su corta y asombrosa vida. Bayan es un musulmán practicante de cinco rezos diarios y aversión por el cerdo. De piel oscura y brillante y rulos cortos y ensortijados, tiene el físico de Messi antes de hincharse por la alta competencia: pequeño y liviano, pero con los músculos tallados. Habla en porteño con un dejo de acento y energía moderada. Es un chico cansado, pero decidido a obtener lo que quiere. 
-Yo quiero vivir bien -explica. 

Aunque el fútbol completa la saga hollywoodense de Bayan, el resto de su historia es alucinante pero no original: en los últimos cinco años, a la Argentina han llegado alrededor de cincuenta menores que viajaron como él, de polizones en buques cargueros. El 98% se embarcó en la misma zona que Bayan, el Golfo de Guinea. Marcos Filardi es quien brinda esta cifra. Trabaja en la Defensoría General de la Nación como tutor de los niños que solicitan refugio en el país, tiene 34 años y pinta de surfer: sonrisa fácil, barba rala y pelo más bien largo y rubio. También tiene un título de abogado, mucho espíritu de aventura y una obsesión: el hambre en el mundo. 

Foto: Vera Rosemberg

Aquello que suena como intención de misa de 12, a él lo llevó a recorrer África de mochilero. Ya trabajaba como tutor de menores y quiso entender el inicio de las historias con las que lidiaba, así que se acercó al puerto de Monrovia, la capital de Liberia, y conoció a las pandillas de niños que sobrevivían cerca de los buques. Organizados en pequeñas sociedades con sus respectivos líderes, la guerra civil los había dejado huérfanos y vivían en la calle y de changas. En sus historias se referían con admiración a aquellos osados que habían intentado salvarse escondiéndose en un buque que, con suerte, los iba a dejar en Europa o en América. De la mayoría no habían vuelto a tener noticias, y esto podía significar que lo habían logrado y ahora prosperaban en un lugar mejor. También existía la posibilidad de que los hubiesen arrojado por la borda, como sucedió en algunos casos de polizones que fueron descubiertos por la tripulación en alta mar. Marcos ahí terminó de entender la naturaleza de los chicos que recibía en su oficina de Buenos Aires: los que se animan a subirse al barco y dejar su vida miserable, pero conocida, por la promesa de otra mejor son los elegidos, la elite de ese pequeño grupo. La selección natural también opera entre los despojados de África. Solo sobreviven los más fuertes. 
-Los que llegan son chicos con muchas ganas de trabajar y de estar mejor. Hay que tener una enorme pulsión de vida para tomar la decisión de subirse de polizón a un barco que no sabés dónde te va a dejar -explica Marcos. 
Sobre esa decisión meditaba Bayan una noche de septiembre de 2010. Hacía un par de días había llegado al puerto de Takoradi, que queda en el sur de Ghana, sobre el océano Atlántico. Maxwell y Kufie, dos de los niños que vivían en la zona de los buques, lo habían incorporado a su grupo, pero Bayan seguía asustado, temía por su vida. Ellos fueron los que le dijeron que había una opción para irse de Ghana: subirse por la noche a uno de los cargueros que pronto zarparía rumbo a Europa. Lo ayudarían a conseguir un poco de gari (harina de mandioca deshidratada), pan y agua, y a esconderse en un lugar del buque. Debía quedarse ahí por lo menos un día, hasta estar seguro de que el barco navegaba en alta mar, y luego salir y pedir ayuda a uno de los marineros. Con un poco de suerte, en un par de semanas atracaría en Europa, donde podría empezar una nueva vida. Los tres sabían que había historias exitosas, pero también otras con final trágico. Era una apuesta riesgosa, pero Bayan tenía mucho miedo y quería irse. 
Aún recordaba con horror los hombres que habían entrado con armas y lo habían obligado a huir del orfanato donde vivía con Mutala, su hermano. El conflicto entre los kusasi -etnia a la que pertenece Bayan- y los mamprusi ya se había cobrado la vida de sus padres, y Bawku, la aldea en el norte del país donde vivía, había dejado de ser un lugar seguro. En la huida del orfanato se separó de Mutala y corrió hasta la ruta. Allí hizo dedo y se subió a un camión que iba novecientos kilómetros al sur, a la ciudad de Takoradi. Nadie lo esperaba, pero cualquier lugar lejos del horror de su pueblo era bueno para Bayan. Cuando llegaron, el chofer del camión le dio un poco de plata y le dijo que fuese al puerto, que allí encontraría chicos como él. Maxwell y Kufie lo ayudaron a alimentarse y sobrevivir, pero Bayan seguía temiendo por su vida. Esa noche de septiembre de 2010 les dijo que sí, que se subiría al buque. 
-¿No tenías miedo subir a un barco? -le pregunto. 
-Sí, pero lo que yo vi en esas semanas, antes de embarcarme, fue tan terrible que entrar al buque ese fue como entrar a mi casa -me responde con una sonrisa que suaviza el drama. 
Bayan siguió las indicaciones de sus nuevos amigos y usó la noche para escabullirse a bordo y encerrarse en el pequeño cuarto donde esperaría su suerte. Allí aguantó un tiempo que le pareció prudencial, y cuando ya comenzaba a quedarse sin alimento y el buque había entrado en el movimiento constante que indica que está navegando, salió a enfrentar su destino. Era un huérfano de 15 años vestido con harapos y sin otra pertenencia que una pequeña mochila donde llevaba un abrigo y una manta, y así se presentó ante el primer marinero que encontró. 

Foto: Vera Rosemberg

-Me tuvo pity [pena] -recuerda Bayan sobre este hombre. 
El Captain, como él mismo le pidió a Bayan que lo llamara, le ordenó que volviese enseguida al cuartucho donde estaba y que no se moviese de ahí, que él se encargaría de llevarle alimentos, pero que nadie debía verlo. De lo contrario, ambos estarían en problemas. Bayan le hizo caso y se pasó un tiempo largo, él calcula que tres semanas, encerrado en ese cuarto, dormitando con el ronroneo del barco y contando las horas hasta que Captain le llevara la comida del día. La noche en que el buque se detuvo, cuando su ritmo y sus sonidos ya no eran los de la navegación sino los del nuevo puerto, Captain entró raudo al escondite de Bayan y le dijo que habían llegado, que subiese a cubierta y corriese a tierra. Bayan agarró su mochila y salió corriendo del barco y del puerto. Pronto se encontró en una ciudad de gente blanca que hablaba en un idioma desconocido, supuso que era Europa. Asustado, esa primera noche en tierra firme durmió debajo de un puente. 
Al día siguiente deambuló por la ciudad. La gente lo miraba, pero nadie le habló. Tenían miedo. Él también. El hambre pudo más y se terminó acercando a la casa de una familia, le hablaron en un idioma extraño y le dieron comida. También le ofrecieron un lugar para dormir, pero se sintió más protegido en la calle. Al día siguiente volvió y la familia había encontrado a un vecino que entendía un poco de inglés, idioma que él dominaba. Este hombre lo acompañó hasta la estación, lo subió a un micro, le pagó el pasaje y le dijo que no se bajase hasta el final. Bayan le hizo caso y unas cinco horas después se bajó en Retiro, la populosa terminal de ómnibus de la ciudad de Buenos Aires. Vio un grupo de negros y se acercó para pedir ayuda. Eran senegaleses y lo subieron a un taxi, pagaron por adelantado y le dijeron al chofer que lo dejase en la oficina de Migraciones. Recién al entrar y ver la bandera, Bayan se dio cuenta de que no había llegado a Europa: estaba en la Argentina. 
En Migraciones, recuerda Bayan, lo trataron bien y enseguida lo derivaron a Marcos Filardi, que a partir de entonces y hasta que cumpliese la mayoría de edad sería su tutor. Como en todos los casos en los que un menor se presenta como refugiado, la Defensoría puso a trabajar a un equipo interdisciplinario para atender sus cuestiones legales, pero también de vivienda, alimentación y educación. "No tengas miedo, que acá estás a salvo, nadie te va a matar", esas fueron las palabras que Bayan recuerda que le dijo Andreea Parvu, la primera persona del equipo de Marcos que se acercó a Migraciones para atender su caso. Hablaron en inglés. 
Por primera vez en mucho tiempo comenzaba a sentirse a salvo, protegido, y no tuvo problemas para relatar los detalles de su caso. Marcos estaba impresionado por la claridad de conceptos y lo articulado del relato de Bayan. No solo entendía qué le había pasado, sino que también sabía muy bien qué quería hacer en la Argentina. 
-Estaba obsesionado con jugar al fútbol -recuerda Marcos-. Antes, claro, había que gestionar cuestiones más urgentes. 
Marcos preparó con Bayan el alegato que presentaron ante la Conare, el organismo que se ocupa de evaluar las solicitudes de refugio en la Argentina. Fue un éxito y al poco tiempo ya tenía la residencia legal en el país. Al ser un menor, la ley prevé que el tutor oficie como una especie de hermano mayor y lo ayude en todas las cuestiones. En esa época, la Defensoría trabajaba con la Comisión Católica, una ONG que financia la ayuda a los menores refugiados (ahora lo hace el Gobierno de la Ciudad de Buenos Aires). Al principio, mandaban a chicos como Bayan a casas de familia, con la idea de que allí estarían más contenidos. Pronto, sin embargo, Marcos y el resto del equipo se dieron cuenta de que no era una buena idea y pasaron a alquilarles habitaciones en pensiones. 

Foto: Vera Rosemberg

-Estos son chicos con mucha calle, con ganas y necesidad de trabajar. Es mejor darles autonomía y dejar que se manejen solos -explica. 
Así fue como Bayan vivió primero en una pensión de Flores y luego en otra de Constitución. Mientras, tomaba clases para aprender español y comenzó a vender bijouterie, el oficio inicial de muchos africanos que llegan a Buenos Aires. Una credencial que le había dado Marcos con su celular anotado le servía para evitar inconvenientes cuando lo paraba la policía, algo que ocurría con frecuencia. Sin mucho que hacer, un sábado salió a caminar por Constitución y llegó a la plaza que está frente al Hospital Garrahan. Un grito lo sacudió de sus ensoñaciones y, una vez más, le cambió el destino. 
-¡Ey! ¡Negro! -escuchó. Hacía poco más de tres meses que se había bajado del barco y no entendía castellano, pero sabía lo que significaba negro. Lo había escuchado muchas veces en la calle. Esta vez, sin embargo, los que le gritaban parecían amistosos y estaban jugando al fútbol, su debilidad. 
-¿Querés jugar? -le dijo uno, señalándole la cancha. 
Bayan aceptó, su equipo ganó y él se llevó veinte pesos y el compromiso de volver al sábado siguiente. Así lo hizo durante un par de semanas, hasta que un hombre mayor que jugaba allí y que le había tomado afecto, Rubén García, le dijo que lo ayudaría a probarse en algún club. Primero fueron al Club Italiano, pero allí les dijeron que Bayan estaba para más. Sin nada que perder, se presentaron para una prueba de Boca en Ezeiza. Marcos lo acompañó y Bayan, que aún no dominaba el castellano, habló el lenguaje universal de la pelota, hizo un gol y se dio cuenta de que le estaba yendo bien. 
-Me miraban y se reían -recuerda. 
Hubo una segunda prueba y luego, en Casa Amarilla, la pensión donde viven los jugadores de las inferiores de Boca, leyeron la lista de los que habían quedado elegidos. Mezclado entre nombres que no entendía, Bayan escuchó el sonido con que en esta ciudad pronuncian el suyo. Era febrero de 2011: menos de medio año después de bajarse aterrado de un barco, hambriento y sin saber dónde estaba, Bayan era parte de las inferiores del club más grande de la Argentina. Con eso se había asegurado no solo jugar al fútbol y, con un poco de suerte y talento, acceder a un contrato millonario: también solucionaba problemas más urgentes, como casa y comida en la pensión del club, además de la posibilidad de continuar sus estudios en la escuela a la que Boca manda a sus jugadores. 
Es el miércoles previo a Semana Santa y los veinte grados al sol de esta mañana en San Justo, allí donde la ciudad cede ante los descampados del conurbano, disfrazan la vida dura que ocurre puertas afuera. Protegidos por paredones altos coronados con alambre, un poco más de una centena de elegidos corren detrás de una pelota alentados por viejas glorias del universo boquense. La Candela, el predio donde entrenan las inferiores de Boca, es una olla en la que los que a principios de los noventa fueron la defensa de Boca -el Mono Navarro Montoya, Chiche Soñora, Víctor Marchesini- y ahora caminan con piernas curvadas por el fútbol mientras entrenan juveniles se mezclan con jóvenes publicistas que manejan un pequeño helicóptero a control remoto desde el cual capturan imágenes para una promoción de Gatorade.

Foto: Vera Rosemberg

Distinguidos con pecheras anaranjadas y azules, todos con el uniforme de Boca debajo, la Cuarta de Boca practica un picado difícil de entender: hay cuatro arcos, dos arqueros y reglas que ni los propios jugadores terminan de incorporar. La única clara y que todos respetan es que se juega a dos toques, uno para dominar y el segundo para habilitar a un compañero. Nada de empeñosos o disruptivos, el fútbol moderno es la dinámica de lo asociado. 
Más pequeño que la mayoría de sus compañeros, Bayan es habilidoso y rápido. Le gusta jugar en el medio, pero muchas veces lo ponen de lateral derecho. Allí sufre las inclemencias típicas del puesto. Su modelo es Dani Alves, el impetuoso lateral del Barcelona que se proyecta por la banda y suele terminar de socio de Messi en el ataque, pero los técnicos no son afectos a esas muestras de arrojo y lo obligan a quedarse en el fondo. En la práctica, Bayan demuestra categoría pero no entusiasmo. Participa del ejercicio pero sin los gritos y las corridas del resto. 
-Ese tiene contrato -me dice al rato, cuando abandonamos La Candela y un chico le toca bocina desde un Ford Focus nuevo. 
Él, en cambio, aún no tiene contrato y eso le molesta. 
-Estoy re-caliente -dice-. A mí me gusta jugar al fútbol, pero siento que estoy perdiendo el tiempo acá. Todos me chamuyan, me dicen que me van a hacer el contrato, pero eso no pasa. Encima, si jugase mal, lo entendería. Pero yo juego bien y sigo sin contrato. 
La dinámica cruel del fútbol establece que, hasta cierta edad, la que tiene hoy Bayan, el deporte es semiamateur. Los jugadores que lo necesitan viven en la pensión del club o reciben algo de plata para viáticos, pero el dinero importante lo hacen solo unos pocos, los que firman el contrato como profesionales y pasan a jugar en Primera, o en la reserva. La mayoría de los chicos de las inferiores de Boca no lo logran y abandonan el fútbol, o se van a un club más chico que sí los contrata. Bayan está en ese punto justo donde se define su futuro. Ya les dijo a los dirigentes que, si no le ofrecen un contrato para mitad de este año, se va del club. 
Frustrado con el fútbol, Bayan igual recibió una inmensa alegría con el inicio de 2014. El primer día del año viajó hasta el aeropuerto de Ezeiza junto con Marcos para recibir a su hermano, Muntala. Cada uno había corrido para un lado diferente la noche trágica en que huyeron del orfanato y los dos vivían con la angustia de no saber cuál era la suerte de su hermano. Bayan terminó en Buenos Aires y Muntala en Accra, la capital de Ghana. Tres años después se reencontraron por Facebook y, con la ayuda del gobierno argentino y de organismos internacionales, Muntala se instaló en Buenos Aires junto a Bayan. 

Un tercio de los tres mil que le da Boca a Bayan se le va en el alquiler, y con el resto y algunas changas sobreviven mientras esperan la oportunidad del fútbol. Viven con lo justo en el cuarto de un conventillo sobre la calle Brasil, en Constitución, que apenas si conserva el mármol de los escalones gastados de lo que alguna vez habrá sido el caserón de una familia acomodada. La casa es limpia pero populosa y está repleta de escaleras y recovecos donde se amontonan familias de inmigrantes con sueños de progreso. Allí, entre sus pares, viven hoy los hermanos Mahmud. 

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