Hacia finales de mi carrera de sociología, cursé la materia Antropología Cultural con Guillermo Magrassi. Después de eso, nada fue lo mismo. Inicié un largo camino que aún continúa y Guillermo -que Dios(es) saben por qué plano del Orún andará- sabe qué tan agradecido le estoy y qué tan determinante fue para ello.
Entre los varios textos que tuvimos que leer, había dos novelas:
Tienda de los Milagros, de Jorge Amado, y una de José María Arguedas -probablemente
Todas las Sangres. Guillermo creía -y como en muchas otras cosas, tenía razón-
que algunas novelas eran mejores que las etnografías. Un año, o quizás dos,
después, me encontré, algo inesperadamente caminando por el Pelourinho -esa "universidad
de la calle" de la que hablaba la novela- en Bahia. La ciudad y el barrio ya
no eran exactamente los que Amado había descripto,
pero sí lo suficientemente parecidos como para lograr que volviera, año tras año,
como un adicto, en busca de sus personajes y su sabiduría.
Con
el tiempo uno distingue mejor realidad de fantasía literaria, pero quién
sabe hasta qué punto la ciudad llegó a
ser lo que fue (es?) de no haber tenido quien la contara de esa forma. En uno
de los carnavales que allí pasé, ví que la ciudad toda estaba decorada con los
personajes y temas de sus novelas y me alegré que, cerrando el círculo -que en
realidad, claro, nunca se cierra- la ciudad le devolviera gentilezas a uno de
sus creadores.
De
manera mucho más ínfima, en 1985 tuve la oportunidad de prestar uno de mis
berimbaus hecho por el mestre Joao Pequeno (no el mejor, debo reconocer, por
temor a que lo rompieran) para ilustrar la tapa de una nueva edición de Tienda
de los Milagros. Era una época en que estos instrumentos escaseaban en la
ciudad. Sentí que, de alguna manera, también pagaba una mínima deuda con la
obra literaria que, como a muchos otros, me había cambiado la vida...
Por estos días, Jorge Amado hubiera cumplido cien años. Lo recuerda una nota de Página 12.
Página 12, 12 de agosto de 2012
Jorge Amado, Bahía amada
Por Mempo
Giardinelli
Esta semana también Jorge Amado cumpliría cien años.
Nacido en Bahía en agosto de 1912 y fallecido allí mismo en 2001, fue el
creador de una literatura latinoamericana original y renovadora.
Véase la oración con la que empieza Gabriela, clavo y
canela, que en su primera edición, de 1958, proponía una sensualidad textual
hasta entonces desconocida:
“Esta historia de amor comenzó el mismo día claro, de sol
primaveral, en que el estanciero Jesuíno Mendonça mató a tiros de revólver a
doña Sinhazinha Guedes, morena casi gorda, muy dada a las fiestas de Iglesia, y
al doctor Osmundo Pimentel, cirujano-dentista llegado a Ilhéus hacía pocos
meses, muchacho elegante con veleidades de poeta...”
Esta prosa que hoy llamaríamos garciamarquesca –aunque
fue escrita a mediados de los ’50, cuando el colombiano apenas se iniciaba como
periodista– marcó un tono que luego fue común a todas las novelas
latinoamericanas posteriores, a la vez que inauguró una corriente literaria que
después se extendió a todas las lenguas. Plena de exotismo y musicalidad, toda
complicidad y guiños, poblada de personajes extravagantes y mulatas y machos
prodigiosos, de lluvias torrenciales e imposturas, la obra de Amado fue, desde
el vamos, una constante clase magistral de costumbrismo latinoamericano al
borde mismo del realismo mágico.
La jocundia que impera en sus páginas, y el permanente
tono entre irónico y naturalista, hicieron de las narraciones de Amado
–contadas todas con inusual gracia y picardía– un suave y moroso placer,
característica que luego sería sello de identidad del “boom” de la literatura
latinoamericana de los años ’60, movimiento del que no fue, pero debió ser,
considerado uno de sus padres fundadores.
Amado se dio a conocer como un narrador excepcional desde
muy joven: su primera novela fue El país del carnaval (1931) y enseguida la
sucedió Cacao (1933). Con ambas, apenas pasados los 22 años, se convirtió en un
clásico prematuro. Claro que supo consolidar esa fama con una docena de otras
novelas, entre las que destacan la impresionante Capitanes en la arena (1944,
prohibida durante años porque desnudaba el drama de los niños abandonados), la
celebrada Doña Flor y sus dos maridos (1966) y la encantadora Teresa Batista,
cansada de guerra (1972).
Pero sin dudas los mejores aportes de su producción
narrativa a la literatura contemporánea se encuentran en la que para muchos fue
su mejor obra: Gabriela, clavo y canela, que le abrió el camino hacia el
reconocimiento internacional del que gozó los últimos cuarenta años de su vida.
Retratista cabal de putas y marginados, toda su obra es
una sucesión de elementales y sencillas historias de amor y pasión, narradas
con gracia y donaire, con profundidad y altura, y con un vuelo poético inusual.
Nominado varias veces al Premio Nobel de Literatura, hubiese sido el primer
brasileño en obtenerlo. Pero, igual que sucedió con nuestro Jorge Luis Borges,
la denegación del máximo galardón habrá que cargarla en la cuenta del despiste
o la ignorancia de los nórdicos jurados.
Amado provenía del movimiento modernista y de la
literatura de ambiente rural concebida como arma de lucha política e
ideológica. Desde joven se orientó hacia el antididactismo y la narración
poética y sugerente que deja de lado las buenas intenciones. Así surgió su
mejor veta: la del gracejo y la picardía; la que todo lo describe barroca,
tropicalmente, y en la que las pasiones humanas se desbordan tanto que sólo
pueden ser encauzadas por la literatura.
Cerveza Brahma festeja el centenario del escritor
Ahora que se cumple un siglo del nacimiento de Jorge
Amado, bien puede decirse que Gabriela, clavo y canela es una de las novelas
más perdurables de nuestro linaje americano. Historia que oscila entre lo
conmovedor y lo pintoresco, y que a la peripecia de sus personajes añade la
precisa descripción de calles, olores, comidas, bares, prostíbulos y esa barra
de arena que dificulta la navegación y encalla los barcos, más que novela es un
fantástico sinónimo de Salvador de Bahía de Todos los Santos. Ese universo de
playas y morros, puerto y arenales, negritud y música afroamericana, damero de
santones y variopintos indígenas, europeos, árabes, judíos, africanos y
mulatos, en la prosa de Amado, cuando se lee, seduce. Y para eso está.
En sus últimos años, ya gravemente enfermo y muchas veces
internado, su deceso era esperado por la comunidad cultural de todo Brasil.
Deprimido por la ceguera casi total que le produjo la diabetes, e impedido de
los goces de la vida –la contemplación del mar y de su gente; la lectura y la
escritura; el buen comer y el buen beber–, Jorge Amado se dejó morir, aunque
lentamente. Gozador de la vida como pocos, cabe pensar que la dejó bajo
protesta.
Fuente de la nota:
Foto de Jorge Amado (e interesante artículo):
Foto cerveza:
Aun siendo un lector fiel de Amado, reconozco que su producción es un tanto desigual. A mi modesto entender, Tienda de los milagros, Los pastores de la noche, Tieta de Agreste y Gabriela -en ese orden- es lo mejor, pero tuvo algunos aciertos estupendos en novelas cortas como la de los turcos. Atesoro una breve carta suya que me enviara por medio de una amiga común y doy fe de que era un grande, porque sólo los grandes son capaces de condescender a los aspirantes a autores desconocidos. Que Shangó, de quien fue su Obà, le guarde en gloria y le traiga nuevamente por esos misteriosos caminos del atùnwa a la maravillosa ciudad de las trescientas sesenta y cinco iglesias... y cuatrocientas casa de candomblé.
ResponderEliminarBarón! Que bueno que aparezca por estos pagos... se lo extraña... Supongo que como cualquier autor (prolífico?), su producción es despareja... el "estilo" se puede, fácilmente, convertir en tics y las preferencias u obsesiones en repeticiones... Uno puede hasta objetar su visión demasiado romántica del "pueblo bahiano", pero está bien que alguien cuente las glorias, y no sólo las miserias, de los dominados.. Además, cuando un autor fallece y ya no produce "novedades" parece, fácilmente, ir cayendo en el olvido.. Suponemos que con Amado no será así... ¿Y el escrito del aspirante a autor? :)
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