Me cautivó este sonido punzante a una temprana edad. Ha animado mi alma desde entonces.
Por Robert Farris Thompson NEWSWEEK Feb 25, 2008
Que hace un hombre blanco de una cierta edad como yo enseñando música, arte e historia afrocubana? Crecí en El Paso, Texas, un temprano centro de entrenamiento para un mundo globalizado. En la Dudley School de El Paso ví, más o menos en 1944, a un bella mexicana-americana arrastrar a toda la escuela en una larga fila haciendo la conga Claramente, nos estaba llamando a ir hacia otros lugares.
Me acerqué más a esos “otros lados” cuando mi padre me regaló mi primer disco, una edición en pasta de “Canto Karabalí”, por el gran compositor cubano Ernesto Lecuona. No tenía idea de lo que “canto de Calabar” signficaba, pero la melodía me impactó. Fue una carta de tarot acústica que decía “éste es tu futuro”
Creciendo en una ciudad Latino/Anglo, escuchaba en la radio local canciones de soul como "Signed, Sealed, Delivered," (“Firmado, Sellado, Enviado”) y desde otra estación, que transmitía de Juárez, éxitos mexicanos como “Amor Chiquito”. Había en la ciudad una pequeña población negra armada con boogie-woogies y blues que modelaría mi mente para siempre. Aprendí a tocar el boogie en el piano gracias a un joven llamado Lloyd Stevens y me maravillaban los blues y los compases casi sagrados que tocaba Jesse Brown, un afroamericano de El Paso
En otoño de 1948 empecé a estudiar español. Estudié para mi primer examen con la música de discos afrocubanos de fondo. Cuando me senté para tomar el examen, los verbos y el vocabulario se deslizaban por mi mente al compas de la música.
Desde ese momento, el español y la música afro-cubana capturaron mi alma para siempre.
Pero sentí una inspiración particularmente importante cuando fuimos con mis padres y hermana de vacaciones a la ciudad de México en marzo de 1950. Mientras mi familia se instalaba en el Hotel del Prado fui a caminar por la ciudad. Entré sin saberlo al Palacio Nacional, donde vi a Diego Rivera trabajando en un heroico mural de la antigua ciudad azteca de Tenochtitlán. Volviendo al Prado, me encontré subiendo en el ascensor con Anthony Quinn, quien estaba en la ciudad filmando la película “Los toros bravíos”. Abrí las ventanas de mi cuarto para descubrir a quienes parecían el duque y la duquesa de Windsor tomando el té del otro lado del patio. Cuatro celebridades en 45 minutos. Algo iba a suceder. Y sucedió: en el comedor de El Prado escuché por primera vez una forma excitante de música que me iba a tomar y regir para siempre: el mambo.
El mambo es una mezcla. Música afro-cubana, jazz y clásico. Me llevó de la calma a la excitación, como el paso del blanco y negro al technicolor. Su rítmica minimalista pero acentuada me dio acceso a un estilo que me conmovió en mi propia esencia. Cuando me mudé a la Costa Este, pasé todo el tiempo que pude en el Palladium, el epicentro del mambo en Nueva York, en Broadway y la Calle 53.
El mambo en Nueva York llevaba a que uno pensara que una de las mejores cosas que le sucedieron a la cultura popular (norte)americana fue el Jones Act que otorgó ciudadanía norteamericana a todos los portorriqueños. Dos de los principales Reyes del Mambo de Nueva York, Tito Puente y Tito Rodríguez, eran de Puerto Rico. Canciones como “La Familia” documentaban vidas en transición desde la isla a Nueva York. Cuando Tito Rodríguez cantaba "En un sillón de bejuco solito me acomodé" rememoraba un aspecto de la vida portorriqueña, cálidamete acogedora y creolizada. La misma nostalgia, quizás, hizo que los portorriqueños en Nueva York construyeran casitas, pequeñas casas brillantemente coloridas al estilo de la isla, en lotes vacíos del Bronx o de Spanish Harlem para compensar por los grises edificios que los rodeaban.
Más tarde descubrí que el mambo nos llevaba danzando hacia una forma más genuina del ser, ayudando a que fuéramos nosotros a través del afecto por los demás. Proclamar la belleza de este rico logro intercultural fue el objetivo de mis clases en Yale desde que empecé a enseñar en 1964. En los 70s el mambo devino salsa. En el 2008 se lo llama jazz latino. Le agradezco a Dios por los cubanos, portorriqueños, afro-americanos, dominicanos, mexicanos y otros latinos que lo mantuvieron dinámico y vital.
El mambo destila sus percepciones interculturales, llevándonos, por ejemplo, a un individuo portorriqueño que aprendió a vivir entre los anglos, los judíos, los italianos y los irlandeses. En la maravillosa biografía "Benjy Lopez: A Picaresque Tale of Emigration and Return", su autor Barry B. Levine, nos dice, por ejemplo: “Imagína tener veinte años y no sentirte inferior a nadie, pero tampoco mejor que nadie. Cuando tratas a todo el mundo de la misma manera, la gente te abre su corazón”. Toda mi vida he tratado de actuar de acuerdo con estas palabras.
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