sábado, 21 de julio de 2012

"El Gran Río"(2) -una mirada...


Aguas calmas, memorias turbulentas: sobre la película “El Gran Río”.
Por Nicolás Fernández Bravo

¿Se puede regresar? Si, es posible. Violentamente posible. Pero el desafío de un kalabanté es viajar, desplazarse hacia adelante, reinventarse con la memoria. El film El Gran Rio (Argentina/Guinea, 2012) del cineasta rosarino Rubén Plataneo, es un relato de una profunda y encantadora belleza: la historia verdadera y a su vez inverosímil de David Bangoura (a.k.a. Black Doh), un joven guineano que llega como polizón en un barco al puerto de San Lorenzo con el sueño de prosperar como rapper. Su “prosperidad” no es la del sueño americano, aunque sí es un sueño en aquella perdida porción de América donde no hay tanta gente negra: la tierra de Maradona, donde la pintura de las paredes se descascara pero aún es posible volverlas a pintar.
El destacado contrapunto entre los símbolos más complejos y más trillados de los imaginarios africanistas –la música, el cuerpo, el viaje, la discriminación racial– construye una narración conmovedora y seria, inusualmente grata. El diálogo que Black Doh mantiene con sus amigos rosarinos sobre la brujería y el carnibalismo (mientras comen un asado en una terracita rosarina) es una buena muestra de la lucidez con la que el director es capaz de captar la alienación de los cuerpos-mercancías en un mundo capitalista que te come dentro tuyo, espiritualmente, en una serie de tomas de una espesura etnográfica magistral. La totalidad del film podría pensarse como un canto a la posibilidad de vincularse, al recuerdo del otro, a la fuerza de su presencia tácita. Las muy logradas imágenes portuarias rivereñas y marítimas, entre barcos mercantes y frágiles cayucos, adquiere una significación clara sin caer en los lugares comunes tan caros en nuestros acotados vuelos creativos “afro”, anclados en iemanjá y en circulares riñas sobre el lugar que debería ocupar el tambor. 

Black Doh (imagen: perfil de la película en Facebook)

La cámara de Plataneo no siempre viaja junto a la mirada del protagonista, pero al hacerlo siempre viaja su poesía, las ganas de contar y cantar historias, para que la canción que cada uno tiene familiarmente, sea escuchada. Las escenas de la familia extendida de Black Doh filmadas en Guinea, donde el encuentro se produce a partir de cartas y sonidos distantes traídos por unos personajes venidos del otro lado, le otorgan un meritorio giro al guión. Hubiese sido un verdadero desatino un reencuentro hollywoodesco entre la madre y el hijo. Una decisión casi obvia en cualquier guión apresurado, que juiciosamente se logra evitar para no caer allí. El film tiene una sofisticada vigilancia epistemológica: cada vez que la trama parece caer “ahí”, se evita y se sale, se devuelve la imagen al mundo del canto, a la extraordinaria destreza que aprenden y desarrollan los cuerpos en Guinea, al arte de una plasticidad potente y liberadora, de una sabiduría y una ternura que creíamos ya difícil de evocar.
En la actualidad, cuando todos los debates parecen estar empantanados en la posibilidad más bien escéptica de la representación subalterna, las canciones –la voz– de Black Doh y la mirada inteligente de Plataneo son una bocanada de aire fresco que permite reencontrarnos con una ética profundamente estética, un ojo que coloca a las adormecedoras discusiones sobre la estereotipación en el lugar de donde nunca deberían haber salido: la academia. ¡Viva el cine!

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