Definitivamente, los medios argentinos descubrieron a los inmigrantes africanos. Ya subí al blog varias notas al respecto; ahora le toca a la nota del diario Página 12.
El portafolios es la herramienta para pasar desapercibido y vender en los bares. Pero se vende menos.
Foto: Página 12
Página 12, domingo 22 de marzo de 2009
EL COTIDIANO DE LOS VENDEDORES AMBULANTES AFRICANOS
Por la calle y con la piel negra
Por Emilio Ruchansky
Son refugiados y sufren el desarraigo de lengua y costumbres. Encontraron un rebusque que parecía viable y entonces se toparon con la policía. Y con la curiosa situación de una discriminación tal que ni coimas quieren cobrarles.
Desde que comenzaron a refugiarse en Buenos Aires, a mediados de los ’90, los inmigrantes africanos se las arreglaron para subsistir entre la negligencia de la burocracia local y el racismo. Algunos vendieron remeras o artesanías en madera y plata; otros trabajaron en la construcción, padecieron la explotación y los accidentes laborales. Hasta que un día los distribuidores de baratijas del barrio de Once captaron esta mano de obra desesperada ofertándole revender relojes y bijouterie enchapada en oro. Y estos inmigrantes, que poco entienden del castellano rioplatense, recorrieron la calle con relativo éxito... hasta que se toparon con la policía. “Al principio, los oficiales nos cobraban coima o nos pedían algo de la mercadería”, confió a Página/12 un vendedor liberiano a cambio de mantener su anonimato. “Pero desde diciembre vienen uno tipos vestidos de civil, que son de la Brigada, y nos echan. Dejan que todo el mundo venda y a nosotros nos exigen un permiso, ¿de qué permiso están hablando? Si nadie lo tiene. Y a diferencia de los demás, a nosotros no nos aceptan la coima”, se quejó el joven, parado sobre la vereda de la calle Brasil, en la estación Constitución, con su paraguas rojo lleno de anillos y pulseras.
Por el momento, este refugiado no se quiere resignar a pasearse con la mercadería en un maletín y ofrecerla en bares, como hacen muchos de los inmigrantes africanos del barrio de Constitución. “Esa es la forma más segura de que no te agarre la policía, pero ganás menos plata”, apuntó. El cambio del paraguas al maletín comenzó a mediados de año, cuando los uniformados que recorren Constitución los obligaron a él y a otros inmigrantes a “circular”, sin dejar de garronearles plata o relojes, según denunció el vendedor. Los que la pasan peor, reconoció, son los que tienen un documento provisorio (más conocido como “la precaria”); él ya consiguió el DNI argentino y vive en Buenos Aires hace cinco años.
Desde que llegó, sólo recibió ayuda de la Comisión Católica, que maneja los fondos del Acnur, el organismo de la ONU que asiste a los refugiados. Ahora le dan 150 pesos y le costean sus estudios de Gastronomía. “Acá no estoy mejor que en mi país, no tengo plata ni trabajo. La gente es muy racista o me toma como estúpido”, se lamentó el hombre y en seguida aclaró lo de “estúpidos” con esta paradoja: “Muchos creen que el oro que vendemos lo traemos de Africa, imaginate. No vendo nada que cueste más de 18 pesos, pero algunos clientes pagan un anillo y se lo llevan a casa para probar si es de oro. Y después te lo devuelven enojados. ¿Cómo pueden pensar que vamos a vender oro macizo por esa plata?”.
Es evidente que los distribuidores de baratijas del barrio de Once tuvieron en cuenta la ignorancia y las fantasías del público respecto de los inmigrantes africanos, este vendedor no lo niega. Mal que bien, cientos de refugiados o peticionantes de refugio de Senegal, Nigeria, Libia, Mali, Camerún y Ghana se las siguen arreglando para sobrevivir con la venta de bijouterie. El problema viene cuando les confiscan una y otra vez la mercadería: los maletines llenos se compran a 500 pesos y nadie les fía.
Curtidos
Los policías llaman a la fiscalía, que muchas veces autoriza el procedimiento, y a los vendedores se les labra un acta por infringir el artículo 83 del Código Contravencional, que sanciona las actividades con fines de lucro en espacio público cuando no están autorizadas. “Es muy importante aclarar que esta norma no tiene validez cuando la venta es para la mera subsistencia y se trata de baratijas”, explicó Malena Derdoy, abogada del Colectivo para la Diversidad (Copadi).
Luego, el acta recorre los vericuetos de la Justicia Contravencional porteña. Allí, comprueban que no se puede aplicar el artículo 83 y que, en todo caso, se trata de una falta porque los refugiados no tienen permiso para vender. En el apartado 4.1.2 del Código de Faltas, referido al tema, se establece que “el/la que venda mercadería en la vía pública sin permiso o en infracción con la autorización otorgada será sancionado con una multa de entre 50 y 1000 pesos y el decomiso de la cosas”.
Normalmente, a los refugiados se les impone la multa mínima y “de apelar esta medida, la causa vuelve a la Justicia Contravencional. El problema es que durante todo el proceso la mercadería permanece incautada”, señaló Derdoy, “además, no hay un ente que dé permiso para vender en la calle”. La Copadi asesoró y resolvió varios casos similares que, en general, no llegan a juicio. Sin embargo, uno de ellos incluyó un arresto por “resistencia a la autoridad” y el caso fue enviado en enero a la sala de feria de la Cámara del Fuero Contravencional, donde los abogados de la Copadi presentaron un recurso de apelación por “Racismo y Xenofobia del Ministerio Público y la Policía Federal en Aplicación del Código Contravencional”.
Este caso involucra a tres personas de origen senegalés que sufrieron el acoso policial por vender baratijas “en el mercado de la gente humilde”, como expresó Derdoy durante su charla con Página/12. Lo que se denuncia es la “selectividad” policial y el uso de la fuerza, permitida por el fiscal de turno, hacia los refugiados africanos que recorren los barrios de Constitución, Once, Liniers y Palermo. La fiscalía aseguró que no “existe persecución a personas de determinadas características, sino que este tipo de casos se abre contra un grupo grande de gente”.
La respuesta de la apelación es contundente. “La afirmación de inexistencia de xenofobia y racismo en base a estos argumentos es contraria a derecho, ya que, como consigna el derecho vigente, no es necesario acreditar o probar una intención o móvil discriminatorio a los fines de configurar jurídicamente un caso de discriminación, sino sólo un resultado discriminatorio.” La apelación fue rechazada de inmediato, y ahora los abogados de la Copadi planean enviar la causa al Tribunal Superior de Justicia porteño.
En Constitución, el joven liberiano consultado por este diario contó que cada vez que los integrantes de la Brigada lo echan, camina un par de cuadras y vuelve al mismo lugar. “La verdad es que no me queda otra”, admitió el refugiado. En los últimos meses le confiscaron la mercadería “dos veces”, dijo, reafirmando con los dedos. “Y eso que ya tenemos muchos problemas como para que nos persiga la policía por ser negros”, agregó. La venta de baratijas le deja entre 500 o 700 pesos por mes y encima, a la hora del regateo, se banca “esas cosas estúpidas” que dicen los racistas. “Me gritan negro de mierda, como mínimo.”
Desde que comenzaron a refugiarse en Buenos Aires, a mediados de los ’90, los inmigrantes africanos se las arreglaron para subsistir entre la negligencia de la burocracia local y el racismo. Algunos vendieron remeras o artesanías en madera y plata; otros trabajaron en la construcción, padecieron la explotación y los accidentes laborales. Hasta que un día los distribuidores de baratijas del barrio de Once captaron esta mano de obra desesperada ofertándole revender relojes y bijouterie enchapada en oro. Y estos inmigrantes, que poco entienden del castellano rioplatense, recorrieron la calle con relativo éxito... hasta que se toparon con la policía. “Al principio, los oficiales nos cobraban coima o nos pedían algo de la mercadería”, confió a Página/12 un vendedor liberiano a cambio de mantener su anonimato. “Pero desde diciembre vienen uno tipos vestidos de civil, que son de la Brigada, y nos echan. Dejan que todo el mundo venda y a nosotros nos exigen un permiso, ¿de qué permiso están hablando? Si nadie lo tiene. Y a diferencia de los demás, a nosotros no nos aceptan la coima”, se quejó el joven, parado sobre la vereda de la calle Brasil, en la estación Constitución, con su paraguas rojo lleno de anillos y pulseras.
Por el momento, este refugiado no se quiere resignar a pasearse con la mercadería en un maletín y ofrecerla en bares, como hacen muchos de los inmigrantes africanos del barrio de Constitución. “Esa es la forma más segura de que no te agarre la policía, pero ganás menos plata”, apuntó. El cambio del paraguas al maletín comenzó a mediados de año, cuando los uniformados que recorren Constitución los obligaron a él y a otros inmigrantes a “circular”, sin dejar de garronearles plata o relojes, según denunció el vendedor. Los que la pasan peor, reconoció, son los que tienen un documento provisorio (más conocido como “la precaria”); él ya consiguió el DNI argentino y vive en Buenos Aires hace cinco años.
Desde que llegó, sólo recibió ayuda de la Comisión Católica, que maneja los fondos del Acnur, el organismo de la ONU que asiste a los refugiados. Ahora le dan 150 pesos y le costean sus estudios de Gastronomía. “Acá no estoy mejor que en mi país, no tengo plata ni trabajo. La gente es muy racista o me toma como estúpido”, se lamentó el hombre y en seguida aclaró lo de “estúpidos” con esta paradoja: “Muchos creen que el oro que vendemos lo traemos de Africa, imaginate. No vendo nada que cueste más de 18 pesos, pero algunos clientes pagan un anillo y se lo llevan a casa para probar si es de oro. Y después te lo devuelven enojados. ¿Cómo pueden pensar que vamos a vender oro macizo por esa plata?”.
Es evidente que los distribuidores de baratijas del barrio de Once tuvieron en cuenta la ignorancia y las fantasías del público respecto de los inmigrantes africanos, este vendedor no lo niega. Mal que bien, cientos de refugiados o peticionantes de refugio de Senegal, Nigeria, Libia, Mali, Camerún y Ghana se las siguen arreglando para sobrevivir con la venta de bijouterie. El problema viene cuando les confiscan una y otra vez la mercadería: los maletines llenos se compran a 500 pesos y nadie les fía.
Curtidos
Los policías llaman a la fiscalía, que muchas veces autoriza el procedimiento, y a los vendedores se les labra un acta por infringir el artículo 83 del Código Contravencional, que sanciona las actividades con fines de lucro en espacio público cuando no están autorizadas. “Es muy importante aclarar que esta norma no tiene validez cuando la venta es para la mera subsistencia y se trata de baratijas”, explicó Malena Derdoy, abogada del Colectivo para la Diversidad (Copadi).
Luego, el acta recorre los vericuetos de la Justicia Contravencional porteña. Allí, comprueban que no se puede aplicar el artículo 83 y que, en todo caso, se trata de una falta porque los refugiados no tienen permiso para vender. En el apartado 4.1.2 del Código de Faltas, referido al tema, se establece que “el/la que venda mercadería en la vía pública sin permiso o en infracción con la autorización otorgada será sancionado con una multa de entre 50 y 1000 pesos y el decomiso de la cosas”.
Normalmente, a los refugiados se les impone la multa mínima y “de apelar esta medida, la causa vuelve a la Justicia Contravencional. El problema es que durante todo el proceso la mercadería permanece incautada”, señaló Derdoy, “además, no hay un ente que dé permiso para vender en la calle”. La Copadi asesoró y resolvió varios casos similares que, en general, no llegan a juicio. Sin embargo, uno de ellos incluyó un arresto por “resistencia a la autoridad” y el caso fue enviado en enero a la sala de feria de la Cámara del Fuero Contravencional, donde los abogados de la Copadi presentaron un recurso de apelación por “Racismo y Xenofobia del Ministerio Público y la Policía Federal en Aplicación del Código Contravencional”.
Este caso involucra a tres personas de origen senegalés que sufrieron el acoso policial por vender baratijas “en el mercado de la gente humilde”, como expresó Derdoy durante su charla con Página/12. Lo que se denuncia es la “selectividad” policial y el uso de la fuerza, permitida por el fiscal de turno, hacia los refugiados africanos que recorren los barrios de Constitución, Once, Liniers y Palermo. La fiscalía aseguró que no “existe persecución a personas de determinadas características, sino que este tipo de casos se abre contra un grupo grande de gente”.
La respuesta de la apelación es contundente. “La afirmación de inexistencia de xenofobia y racismo en base a estos argumentos es contraria a derecho, ya que, como consigna el derecho vigente, no es necesario acreditar o probar una intención o móvil discriminatorio a los fines de configurar jurídicamente un caso de discriminación, sino sólo un resultado discriminatorio.” La apelación fue rechazada de inmediato, y ahora los abogados de la Copadi planean enviar la causa al Tribunal Superior de Justicia porteño.
En Constitución, el joven liberiano consultado por este diario contó que cada vez que los integrantes de la Brigada lo echan, camina un par de cuadras y vuelve al mismo lugar. “La verdad es que no me queda otra”, admitió el refugiado. En los últimos meses le confiscaron la mercadería “dos veces”, dijo, reafirmando con los dedos. “Y eso que ya tenemos muchos problemas como para que nos persiga la policía por ser negros”, agregó. La venta de baratijas le deja entre 500 o 700 pesos por mes y encima, a la hora del regateo, se banca “esas cosas estúpidas” que dicen los racistas. “Me gritan negro de mierda, como mínimo.”
SOCIEDAD
El hotel de los africanos
Por Emilio Ruchansky
El hotel de los africanos
Por Emilio Ruchansky
El hotel, que más bien es un conventillo, está a media cuadra de Bolivia y Avellaneda, en el barrio porteño de Flores. Allí van a parar muchos refugiados recién llegados de Africa por obra y gracia de la Fundación Comisión Católica Argentina de Migraciones (Fccam), que maneja los fondos destinados por la Acnur a los refugiados. Página/12 fue en compañía de Nengumbi Celestín Sukama, un congoleño que llegó en el ’95 e integra la Asociación por los Derechos Civiles (ADC) y el foro afro del Instituto Nacional contra la Discriminación (Inadi).
Allí, el anfitrión es un joven nigeriano que llegó al país una semana atrás. La cocina y los baños son compartidos (con inodoro y ducha juntos), hay mucho olor a humedad en los cuartos con paredes descascaradas y pisos de madera. Algunos tienen camas marineras con colchones de goma espuma, otros camas matrimoniales. El ambiente es sombrío y los refugiados reciben a la visita con cautela. Sukama les explica que la intención es conocer cómo viven. Entonces se arma un especie de reunión sobre el piso de uno de los cuartos, lleno de ollas y trastos de cocina. De fondo suena el único CD que tienen: los grandes éxitos de Bob Marley.
A la reunión asisten el nigeriano, dos senegaleses y un hombre de Guinea Bissau, que no tiene mucho interés en hablar. Son todos menores de edad. “Los africanos quieren trabajar, quieren papel”, dice en castellano uno de los senegaleses, el más experimentado y desconfiado, que invita mate dulce. Su compatriota agrega en francés: “Tuvimos muchos problemas, mucho sufrimiento”. Ambos se conocieron en el hotel y de vez en cuando, durante la charla, cruzan frases en uolof, lengua mayoritaria en Senegal. El más experimentado ya vende baratijas desde hace seis meses. “Por ahora, no problema”, asegura. Sukama sonríe y le responde: “La discriminación se ve con el tiempo”.
“Yo estudié para enseñar francés, pero no conseguí trabajo”, dice el otro senegalés, que llegó hace dos meses en barco y no quiere contar cómo viajó porque “duele mucho volver a contarlo”. “No tenemos amigos, ni familia acá. Necesitamos ayuda, queremos trabajo y si hubiera oportunidad de seguir estudiando me gustaría hacerlo”, sigue contando. Sukama les comenta que la comunidad senegalesa en Buenos Aires es grande y muy unida, que cuando la policía los agrede o les roba la mercadería juntan dinero para reponerla. Los dos compatriotas escuchan contentos.
Sukama se toma un tiempo para contarles su propia vida, la de un inmigrante ya radicado, con un título en Administración de Empresas, que habla inglés, francés y español, y constantemente se capacita, aunque todavía no consiguió un trabajo fijo. Después tantea en qué estado legal están, si tiene “la precaria”, si estudian castellano en el lugar que provee la Fccam. Todos responden afirmativamente.
A la salida, Sukama explica que la decisión del Acnur de utilizar una fundación católica para administrar el dinero que reciben los refugiados es llamativa. “En Australia este trabajo lo hace la Cruz Roja y el dinero se deposita en el banco. La Cruz Roja nunca toca el dinero destinado a los refugiados, sólo hacen la logística”, ejemplifica. La Fccam se hace cargo de la ayuda mientras su solicitud de refugio es analizada en el Cepare (el Comité de Elegibilidad para los Refugiados), órgano dependiente del gobierno nacional.
En ese ínterin que dura como mínimo un año, los peticionantes de refugio tienen derecho de permanecer legalmente el país, trabajar, acceder a la salud y a la educación pública. Cada tres meses deben renovar sus documentos provisorios. “El problema es que les dan 400 pesos por mes durante cuatro o seis meses. Y después les dan 1000 pesos de una vez y les suspenden la ayuda”, explica Sukama. Cuando él llegó al país, a mediados de los ’90, los refugiados africanos recibían 200 pesos mensuales, de los que se descontaban 150 para pagar el alojamiento. “Y te largaban a la calle, con esos 50 pesos –recuerda–. Nos decían: ‘arreglate’”. Y en eso está desde que llegó a la Argentina.
Fuente de la nota y foto:
http://www.pagina12.com.ar/diario/sociedad/subnotas/121917-38888-2009-03-22.html
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