Reproduzco una interesante y necesaria reflexión del periodista/antropólogo Marcelo Pisarro, publicada hace pocos días en Ñ. Señala los peligros inherentes a la "apreciación multicultural" -en términos de cosificación, mercantilización y escenificación de la "cultura tradicional"- y llama la atención hacia las inadvertidas consecuencias que puede tener la aguda "folklorización" por la que pasan, actualmente, grupos afroamericanos.
Ota Benga, "el pigmeo del zoológico del Bronx", exhhibido en 1906
Revista Ñ - 29 de mayo de 2012
Por qué exhibimos seres humanos
En Sucre dos tejedoras tejen en el patio de un museo, como
testimonio cultural. A partir de allí esta nota recorre una polémica aún no
agotada.
Por Marcelo Pisarro
El letrero advierte que está prohibido tomarles fotografías.
Objetos, salas, personas, nada puede ser fotografiado. La muchacha está sentada
en el patio del museo, en Sucre, Estado Plurinacional de Bolivia. Dormita con
la cabeza apoyada sobre su telar. Metonímicamente, la muchacha representa una
“cultura superviviente”, una “tradición” más “genuina” y más “pura” que fue
“rescatada” de los embates de la “civilización”, de “la modernidad”, de
“Occidente”, por etnógrafos, organismos estatales y promotores turísticos. Esta
cultura superviviente difiere de la cultura de aquellos que han sentado allí a
la muchacha: la cultura de los antropólogos que dirigen el museo, la cultura de
los visitantes que abonan su ticket de ingreso para observar esas culturas
supervivientes.
En las salas los artefactos se amontonan en vitrinas y en
estantes; en el sótano se exhiben momias y otros cadáveres que prueban que la
continuidad cultural, restringida por la concordancia espacial, garantiza que
el pasado y el presente converjan en un punto donde las distancias se asumen
como evidencia de autenticidad.
Junto a la muchacha que dormita, en el patio, con la cabeza
apoyada sobre su telar, está sentada otra muchacha frente al suyo propio. Según
los desvíos metonímicos y las clausuras semióticas, la segunda muchacha
representa a una cultura que difiere de la cultura de los patrocinadores y de
los visitantes, pero que es también diferente de la cultura de la primera
muchacha. Las han colocado allí como pruebas empíricas de la conservación de
los saberes y prácticas del pasado andino. Cada mañana llegan desde sus
comunidades y tejen a la vista de quienes ya han husmeado los textiles y los
cadáveres en exhibición. La principal atracción del museo es una baratija de
mercado llamada “cultura”.
Apenas pasa del mediodía, nadie más está en el patio. La
segunda muchacha teje. Hay algo nervioso en sus movimientos, ese frío que uno
siente cuando está atareado y sabe que alguien más mira por sobre su hombro.
Está siendo escrutada, escudriñada no como individuo, no como sujeto con una
existencia particular, sino como componente de una colectividad, de una
abstracción identitaria, de un “ellos” difuso y circunscripto. Pasan los
minutos, empieza a relajarse, se acostumbra, se aburre, se cansa. Deja sus
utensilios a un lado y se apoya sobre el telar.
Reconozco la posición de su cuerpo. Apenas brota la tarde,
ese momento en que los mercados bolivianos disminuyen la intensidad de sus
intercambios de bienes y símbolos, en que los puesteros abrazan sus productos
como si de un colchón se tratase, cierran los ojos y dormitan. La muchacha
trazó ese movimiento: se apoyó sobre su telar, como si lo abrazara, y cerró los
ojos. Ahora descansa. Estamos solos, los tres, en el patio.
Tejedoras en el museo
Las observo a poca distancia, sentado en un banco, justo a
espaldas de la muchacha que acaba de dormirse. Vuelvo a notar los insistentes
letreros que plagan el museo: “Prohibido tomar fotografías”. Pero el cuadro es
demasiado bueno. Saco mi cámara y les tomo una fotografía. Luego otra. Y otra
más. Podría preguntarme por la ética, pero no me parece interesante; prefiero
preguntarme a qué llamado histórico obedece la necesidad de fotografiarlas.
Entonces la segunda muchacha, la que acaba de recostarse
sobre el telar, la que está justo frente a mí, levanta la cabeza y se voltea.
Bajo la cámara fotográfica. La mirada de la muchacha sigue dos inclinaciones,
como si fuesen dos actos armoniosos y ensayados. Primero me observa, con
fijeza, sin ningún dejo de emoción ni de interés; luego desvía la mirada
levemente por sobre mi hombro, como si observara a alguien más. No volteo, allí
no hay nadie, ¿o lo hay? Por fin, vuelve a su telar y me da la espalda. Le tomo
una última fotografía. El resultado es malo, pero dice mucho sobre ese llamado
histórico, sobre esa necesidad de fotografiarlas.
Cosas sagradas
Toda la tensión que provoca la expresión muda de esa
muchacha está contenida en una fotografía tomada en 1906 a un pigmeo congolés
de la etnia mbuti, un cazador recolector originario del Rio Kasai, un Twa. El
pigmeo se llamaba Ota Benga y ese año fue exhibido en una jaula del Zoológico
del Bronx, en Nueva York, acompañado de monos y otros animales. En esa
fotografía, Ota Benga (nacido en 1884 en el Congo belga, su mujer y sus hijos
–considerados “nativos en estado inferior de evolución”– asesinados y
desmembrados por la Fuerza Pública del Rey Leopoldo II, capturado y cedido en
trueque en el mercado de esclavos, expuesto en ferias mundiales estadounidenses
como “eslabón perdido”, finalmente convertido en mano de obra asalariada y
empujado al suicidio: disparo en el pecho a los 32 años) está de pie junto a un
árbol, mirando a cámara; en el brazo derecho sostiene un chimpancé. Sólo se
hicieron cinco imágenes promocionales, pues, al igual que una centuria más
tarde, estaba prohibido tomar fotografías. El gesto de su rostro es
inexpugnable, aunque un siglo después, como consumidor de baratijas, como
partícipe directo de algo llamado modernidad, uno sienta un sudor frío en la
nuca y se obligue a desviar la mirada.
El registro etnográfico está repleto de estas miradas, aún
cuando los ojos tengan las cuencas vacías. Estas fotografías han sido tomadas
en “zoológicos humanos” y “exposiciones etnográficas” enmarcadas en ferias de
los siglos XIX y XX. La corrección política colonial asumía la presentación de
la otredad, de la diferencia, como componente de un paradigma constituido
alrededor de la raza, de la distinción biológica, del adelanto y del atraso
evolutivo. Las personas pagaban su entrada, hacían cola, se amontonaban para
ver a esas razas diferentes. Tampoco podían tomarles fotografías, ni
alimentarlos. En una exposición de Bruselas, en 1897, cuando los africanos
acabaron indigestados por la comida que los visitantes les arrojaban, las
autoridades colocaron un letrero: “Los negros son alimentados por el comité
organizador”. En el museo de Sucre no había letreros, pero las indias andinas
también son alimentadas por el comité organizador.
Las cuencas vacías –ahora mirá los ojos muertos de los Niños
del Llullaillaco en el refrigerador del Museo de Arqueología de Alta Montaña de
Salta– tienen un marco legal más estudiado. El Código de Deontología
Profesional del Consejo Internacional de Museos establece cómo deben tratarse
los “objetos dedicados”: restos humanos y cosas sagradas. “Deben presentarse
con sumo tacto y respetando los sentimientos de dignidad humana de todos los
pueblos”, dice. Pero allí no se explicita cómo debe presentarse ese “objeto
dedicado” constituido por personas vivas en exhibición, como las muchachas del
museo de Sucre, en nombre de un artefacto llamado “cultura”, o como Ota Benga
en el zoológico de Nueva York, en nombre de un artefacto llamado “raza”.
El llamado histórico se disuelve en la clandestinidad de los
actos cotidianos. Nadie está por fuera de su época y por eso, mientras uno se
horroriza ante el relato de Ota Benga, abona su entrada para observar cómo las
muchachas andinas tejen en el patio del museo. Su exhibición está tan
naturalizada que la correspondencia histórica entre raza y cultura se
desvanece, cede ante la exigencia del gesto cínico que desnaturalice el
vínculo. Raza o cultura, da igual. Todo fue hecho con amor.